Diarios de montaje o las casas que habité este tiempo
Hace justo un año, durante un enero caluroso y en esta misma casa, comencé a mirar las imágenes. Eran muchas horas y mujeres que se me mezclaban entre sí. Lo único cierto entonces era que existían veinticinco horas de material filmado y un tratamiento escrito en cinco secuencias. Había también una intuición: lo auténtico y lo bello del material. Y un deseo compartido: encontrar allí una película.
Al comienzo hice cuadritos con datos, usaba un cuaderno con flores donde tomaba nota de las reuniones con Juli y describía rasgos de los personajes como si fueran de ficción y tuviera que crearlos yo misma. Intentaba ordenar esas tantas ideas sueltas que andaban rondando por el aire. Releí muchas veces el tratamiento, en eso de las presentaciones a fondos de desarrollo que preparábamos con Julia y Ezequiel. Aun sin haber visto las imágenes, aquellas palabras me conectaban sensiblemente con esa casa y esas mujeres.
Una vez que tuve el material frente a mí, fui reconociendo lentamente a cada una. Sus cuerpos, sus nombres, sus colores de pelo. Aquella entidad colectiva que era la familia de la Juli se fue transformando en Male, Ana, Gabi, Sami, Vale, Jose, Judith y Orieta. También las había ido conociendo en la vida, en el ser amiga de Julia y Malena, ir a sus cumples donde estaban casi todas. A veces me quedaba mirándolas y pensaba que era un poco como estar adentro de esa película, que todavía no existía.
Las había visto ya mil veces. Podía reconocer el timbre de sus voces, la risa extravagante de la Gabi, el carácter de la Sami y la dulzura de Ana. Las personalidades de cada una iban decantando de nuevo en mí y tomando forma, más allá de la idea inicial de construir un «clan femenino» como personaje colectivo. Aprendí también a diferenciar los gatos de la casa. Al Saltimbanqui (cuando lo escuché nombrar por primera vez, pensé que hablaban de una langosta) y a Luli, mucho más contemplativa.
Una vez listo el primer corte, tuve un desconcierto. Sí había, siempre hubo, algunas claridades: la mirada de Julia hacia esas mujeres y esos cuerpos. Lo única que era. Así como lo especial del vínculo entre ellas. También aquella casa, bella, donde transcurría la historia, a la que más tarde sabría que le decían «la casa de las tías».
El corte de guion, construido íntegramente mientras mis compañeros filmaban Una noche sin luna, tenía 90 minutos. Cuando lo vimos con Juli, sobrevino un desconcierto en ella también. Entendió, inmediatamente, que lo que había escrito no estaba en las imágenes filmadas. Y que era necesario tomar decisiones.
Entonces me fui dos meses de rodaje. En ese tiempo, Julia se quedó con el disco del proyecto. Cuando regresé solo quedaban 50 minutos de aquel primer corte. Era claro, allí, qué cosas no eran importantes para ella. Eso nos ayudó mucho a buscar un nuevo rumbo para la película, a focalizarnos. Empezó entonces el tiempo del trabajo juntas. Nos sentábamos al lado, probábamos cosas. Tomamos miles de mates. A veces yo me quedaba unos días trabajando sola en ideas que habíamos acordado.
Un día, Juli llegó con un montón de escenas escritas. Era como un guion nacido de diálogos reales, de brutos que habíamos decidido no incluir. Esas palabras se convirtieron en escenas adicionales que filmamos apenas llegó la primavera.
El proceso de montaje se transformó en eso que yo creo debería ser siempre: incluir, sacar, dudar, rasgar en el material, repensar, volver a mirar. Dedicar tiempo y amor a esa tarea. Recuperar planos que quedaron sueltos en timelines de nombres dudosos. Hacerse preguntas.
Me parece muy llamativo cómo se fueron transformando nuestras ideas iniciales, esos caminos que pensábamos recorrer. Ya no eran los viajes a Los Ángeles, la vida en el exterior ni la intensidad de los encuentros del verano. Eran más bien dos momentos en las generaciones familiares, la puesta en marcha de dos relojes: uno hacia la muerte y el otro hacia la vida.
Con el tiempo, pudimos dar forma también al famoso puente, ese del que tanto nos hablaba Gustavo Fontán en los talleres de La Quimera: el recorrido entre los puntos A y B, el inicio y el fin de la película. Lo esencial, digamos. Lo que daba consistencia a todo lo demás.
Una noche, volvíamos del cumpleaños 90 de mi abuela paterna. Yo me había reencontrado con primos, primas, tías y tíos después de muchos años de ausencia. Cuando me llevaron a casa, mi hermano y su compañera me preguntaron en qué andaba por esos días. Entonces les conté, como pensando en voz alta por primera vez, cómo había visto nacer la película. Me di cuenta de que había sido conmovedor presenciar ese nacimiento y poder decirlo en palabras. De un material abundante, aparentemente desconectado, disperso y caótico, construir un relato, unos personajes, un transcurrir de la historia. Que avanza, que llega a un lugar.
Todo ese tiempo me acercó mucho a Julia, como mujer, como persona, como amiga. Yo entendí que mi mirada tenía una cierta misión puesta allí, algo referido a lo externo y femenino a la vez, a poder refrescar de alguna manera tanta afectividad y cercanía de ella con esas mujeres, que en definitiva eran su mamá, su hermana, sus tías y sus primas. Eso se veía en los planos detalles, en el lugar íntimo que la cámara tenía ganado de antemano y donde nadie más que Juli podía acceder. Claramente yo habitaba otro lugar. Desde allí miraba, y desde esas dos miradas intentamos construir una sola.
Volviéndola a ver, en cada visionado que hacemos, no dejo de sorprenderme de cómo hubo secuencias que se mantuvieron casi intactas desde el primer corte hasta hoy. Es como si hubieran resistido esa dinámica de timelines duplicados con números sucesivos, de meses que fueron pasando, de cosas que nos detuvimos a repensar. Así como otras secuencias son el resultado de un trabajo casi arqueológico (e inesperado) de recuperación de planos inicialmente descartados, a los que una vuelve con actitud de «espigadora de imágenes». Y que en vaya a saber qué revisión de material (buscando una transición, un gato, una flor) reaparecieron y encontraron su lugar justo dentro de la película.
Algunas veces me pregunto si ser una mujer montajista me diferencia en algo de un montajista varón. Suelo renegar de los preconceptos de género, aunque ame ser mujer y sepa que hay algo de lo sensible y detallado en nuestra tarea que se relaciona con eso. Quizá sea cierto que existe un tono de la mirada diferente.
Yo no sé definir a una mujer y a una montajista. Solo sé que eso es lo que quiero ser. Y hoy, después de un año, donde la película está cada vez más cerca de respirar por sí misma, me gusta pensar que aquel nosotras del título, me incluye en algún sentido.
Sobre Nosotras Ellas, de Julia Pesce.
Dedicado a Julia Pesce por el afecto, a mi senséi Ezequiel Salinas, a Gustavo Fontán por su generosidad, a Juanjo Gorasurreta por su mirada y sensibilidad, y a todos los calefones y quimeros por ser compañeros de camino.