El imperio de los sentidos

I

La mayoría de las personas que quiero tienen Covid o están aisladas por contacto estrecho. Hoy se notificaron más de 91 mil casos positivos. Y yo que ya tengo la dosis de refuerzo, ruego que mis anticuerpos sigan creciendo, porque en la época que me contagié no había vacunas y el virus se llevó casi todo mi olfato. La vida desde hace un año y medio es andar prácticamente con un sentido menos. Percibo los olores y los reconozco, pero no tienen intensidad. Es como si me llegaran en oleadas, como si la fuente que los emite estuviera muy lejos de mí y necesitara pegarla a mi nariz para recibir el estímulo. Lo que más extraño es el olor de la lluvia, el de las plantas recién regadas y el de las flores. 

Mi médica, que es una persona muy simpática, me contó tres cosas curiosas. La primera es que el sabor está constituído en un 80% por el olfato y en un 20% por el gusto. Me pareció tan increíble que tuve que pedirle que me lo repita. La segunda es que los dos olores que más demoramos en reconocer de nuevo son las frutas y las flores. Y la última es que los aromas están muy relacionados con la memoria. Entonces cuando hacía los ejercicios de oler los frasquitos que me dio, la consigna era que al inhalar tenía que evocar un recuerdo. A veces me costaba encontrarlo, pero cuando lo lograba me daba cuenta de que el olor se hacía más intenso. Y llegaba a sentir que me penetraba por la nariz y me inundaba las fosas nasales como si me llegara hasta la garganta. Últimamente mi deseo más recurrente es volver a oler como antes.

Por suerte sigo escuchando y viendo bien. Hace unos días llegaron a los árboles de casa unos pájaros nuevos, me doy cuenta porque tienen un canto muy agudo. Dicen que las aves siguen migrando por el mundo y que por eso a veces nos sorprendemos escuchando otros cantos. Se quedan por temporadas en las ciudades, aunque parezca dificil de creer que elijan esta aglomeración de cemento y aguas contaminadas. Al principio pensé que eran pichones, pero hoy salí a verlos y encontré dos ejemplares adultos en el jazmín de la entrada, una planta añeja que tiene la misma edad de esta casa. Lo que pasa es que no sé cómo nombrarlos. Solo puedo decir que no eran gorriones, ni benteveos ni curucuchas. 

II

Afuera es enero y paso largas jornadas dentro de la isla. Es una temporada de calor, pero de mucho calor. Las persianas están bajas, el aire alrededor del cuerpo parece de fuego, la humedad agota. Es casi imposible concentrarme en lo que miro si no enciendo el aire acondicionado. Me cuento entre las personas afortunadas que tenemos uno para conciliar el trabajo.

Son tiempos en los que también hay que sentirse agradecida por estar sana. Por eso aprovecho la salud que ahora sí tengo y me paso la jornada entera al frente de los monitores. Lo digo en plural, porque es así. Dos imágenes, un sonido desde la izquierda y otro desde la derecha. La suma forma un centro fantasma. Me encanta ese concepto: el sonido no se emite físicamente desde la imagen, pero cuando una la mira tiene la ilusión de que sí. Al final dar play a un video del timeline es una mentira hermosa. Ni la imagen tiene movimiento, ni la escena es continua, ni el sonido sale de ahí. Pero la conjunción entre esos estímulos recibidos y la naturaleza de nuestros sentidos hace que lo sea. Esas maravillas llamadas persistencia retiniana y escucha estereofónica. Qué afortunades somos los seres humanos. 

Muchas veces me pregunté si los animales ven igual que nosotres. Pasé la mayoría de mi vida pensando que lxs perrxs veían en blanco y negro, después que eran daltónicxs. La cuestión es que en realidad tienen una visión dicromática: solo usan dos colores luz primarios, el amarillo y el azul, con los que forman el resto de los colores del espectro. En cambio les humanes tenemos visión tricomátrica porque usamos tres colores luz; el rojo, azul y verde. 

Les gates también usan dos, solo que los suyos son el verde y el azul. En su caso se agrega otra cualidad, que es una mayor presencia de bastoncitos —responsables de la visión nocturna— que de conos, que son los que nos hacen percibir el color. Por eso les gates ven mejor que nosotres en la oscuridad y una pantalla de luz emitida les resulta mucho más brillante que a nuestros ojos. Además, tienen una percepción mucho más sonora que visual, lo cual explica por qué Talita suele irse corriendo de la isla cuando escucha un ruido fuerte. En realidad les llaman la atención los mismos sonidos que en el mundo real: golpes, ladridos, sonidos de pájaros o de otres gates.

Pero lo más curioso es la percepción del movimiento. Gracias a la persistencia retiniana, les humanes tenemos ilusión de continuidad cuando vemos, al menos, 15 o 20 imágenes por segundo. En cambio lxs perrxs necesitan de 70 y les gates de 100 para percibir ese mismo movimiento. Cuando un perro ve una película a 24 cuadros, en realidad está viendo una sucesión de imágenes fijas. Su cerebro no es capaz de interpretar lo que ve, en cambio el del gate puede reconocer imágenes de un monitor. Por eso suelen entusiasmarse cuando identifican una presa en la imagen, como un pájaro, un pez o un ratón, además de que les encanta seguir su movimiento con la vista. Dicen que muches gates piensan que están viendo un animal real y se lanzan contra el monitor intentando cazarlo. Hay que tener cuidado.

III

Santa Lucía es la patrona de la vista y como yo nací en una familia muy católica a veces me llegan saludos el 13 de diciembre. Es curioso que esta mujer además de llevar mi nombre, vivió en Sicilia, que es el territorio del que proviene una parte de mi familia materna. Lucía nació en el año 283 d.C. La historia de su muerte a la edad de 21 años y de cómo se convirtió en una mártir del cristianismo, tiene unas cuantas versiones distintas. Pero lo que me parece más llamativo es la estampita que la representa. Una joven de gesto sereno lleva una bandeja en la mano, en la que se ven dos ojos abiertos que nos miran. No es ciega, tiene sus ojos también. Pero presume de otro par de ojos. 

Mercedes Halfon en su libro El trabajo de los ojos, señala que la oración a esta santa incluye un pasaje en el que se le pide «que el uso que hagamos de nuestros ojos sea siempre para bien de nuestra alma».

Santa Lucía no solo es protectora de la vista, también es la patrona de electricistas, modistas, fotógrafxs, afiladorxs, choferxs, cortadorxs, fontanerxs, cristalerxs, sastres y escritorxs. O sea de muchos oficios, algunos de los cuales ya no existen o se llaman ahora de otra manera. Un fontanero es un plomero y un cristalero sería un vidriero. Pero, ¿qué sería unx cortadorx? No puedo pensar en otra cosa que en las cortadoras de negativo, un rol que aún hoy sigue existiendo en las escalas salariales de nuestro sindicato y que aparece escrito con a. El listado de ocupaciones no menciona editorxs, seguramente porque la profesión aún no existía. Aunque curiosamente sí están lxs fotografxs, un arte apenas 57 años más antiguo que el cine, si tomamos como fecha de nacimiento la aparición de los primeros daguerrotipos.

IV

Hace varias semanas que estoy haciendo una sola tarea repetida: mirar y escuchar. Esta etapa que tiene nombre propio, «visionar», es una de las más importantes del proceso pero también de las que más nos cuesta a las personas ansiosas. A mí me gustaría mirar el material de una secuencia y ponerme a armarla en seguida. Pero acá no se puede. Cada etapa tiene un tiempo y hay que respetarlo. En este proyecto estoy trabajando con un caudal enorme de material, al que mido en horas y en los días que me lleva mirarlo. La película está constituida por tres partes y solo la segunda, que es la que me ocupa, tiene 27 horas. 

Podría decir que cada vez que aprieto play me convierto en una especie de esponja humana, que absorbe todo lo que ve y lo que escucha. Y lo voy dejando en algún lugar de mí, al que solo puedo volver si puse los marcadores y colores adecuados, si encontré una palabra clave para etiquetar lo que sucede en cada plano. A veces pienso que este momento de mi trabajo es como sentarse a mirar la corriente de un río. El agua pasa, trae hojas, arrastra una piedra. Un objeto pasa flotando. Y yo lo único que tengo que hacer es observarlos, estar atenta. Tengo que imprimir dentro de mí la sensación que tuvo mi cuerpo cuando vio tal o cual objeto. ¿Sentí pena, alegría, bronca, nostalgia, asombro? ¿O en cambio no sentí nada? A veces lloro, otras tengo escalofríos, también me pasa de reír en voz alta como si estuviera en una conversación animada con amigues. Otras veces solo me dejo llevar, como quien sube a un colectivo y mira el paisaje por la ventanilla. 

La realidad es que estoy más sola que nunca, pero tengo ilusión de compañía. Quizá sea por eso que las personas solitarias amamos editar; porque nos sentimos acompañadas por nuestros personajes. Y así, cuando miro lo que el protagonista filmó en los años noventa con su cámara Hi-8, siento que estoy viajando un poco con él. O mejor dicho, que estoy recorriendo lugares en los que verdaderamente estuvo mi cuerpo pero a través de otros ojos, de otra sensibilidad. De lo que otra persona decidió poner en valor al registrarlo para el futuro. Una cotidianidad vital, apabullante por la sensación de realidad que provoca y la cantidad de recuerdos propios que despierta. También asisto al visionado de cosas nuevas, por ejemplo cuando el personaje agarra un pincel y puedo apreciar cómo lo unta en una mezcla húmeda de colores, cómo lo desplaza sobre la superficie blanca y lisa del panel. Observo a esas manos que saben lo que hacen. Y luego están las mías, dos arácnidas desparramadas por el teclado sin ninguna elegancia. Lo bueno es que nadie me ve. Y aprieto botones, sin mirarlos, porque después de tantos años mis manos ya tienen su propia memoria.