Cerca o lejos
Editar para televisión es un trabajo exigente. Se cumplen jornales como de fábrica, se trabaja con la rudeza de un carpintero que necesita convertir un tablón en un cajoncito. Pienso en todo el material que tengo y lo pongo sobre la mesa para tratar de reconocerlo. Entiendo que tiene distintas naturalezas: la ficción de los hermanos Bolten, el documental y las entrevistas, las marionetas en su retablo, el archivo fílmico que yo misma elegí, el archivo gráfico de diarios y fotografías.
A cada naturaleza le corresponde un color, pero todo eso no es más que una cáscara, una estrategia de ordenamiento a los fines prácticos. Porque luego viene la realidad de lo que esos materiales nos ofrecen. ¿Les creo a los actores en esa escena? ¿Qué tan interesante o conmovedor es eso que dice el entrevistado? ¿Cómo se hace para convertir su cadencia dudosa y sus palabras estiradas en una frase segura y clara? El contenido, la información de lo que dice, ¿me alcanza para construir lo que necesito o será necesario guionar una voz en off?
Me doy cuenta de que hablo como si todo fuera mío. Creo que hay un proceso natural de apropiación del material, un asumirlo propio como si fuera yo misma quien hizo la dirección, la producción, la foto, el sonido y el arte de cada plano que tengo en mi proyecto. Siento que todo me pertenece y es mío mientras siga siendo la editora de este capítulo (ahora que pienso, quizá de allí venga la gran angustia de imaginar que otro editor va a continuar nuestro trabajo: de que nos quiten lo que es nuestro). Es mío porque me importa. Y porque necesito tener una licencia de trabajo sobre él, saber que hago lo que quiero con tal de aproximarme. Y me he ganado este lugar, porque en la soledad de mi isla de edición me toca resolver los problemas irresueltos del rodaje y tomar decisiones que nos ayuden a vislumbrar posibilidades con los directores.
Yo sé que dentro de cinco o seis días, todo eso estará más cerca de llamarse capítulo. Sé que alguna vez, cuando sea emitido por la tele, voy a volver a mirarlo y no voy a poder identificar dónde estuvo mi mano, qué dependió de mí o se amalgamó de manera mágica para convertirse en el capítulo que es.
«El montaje es un trabajo aproximativo», me digo siempre a mí misma. Es la única manera que encuentro de seguir confiando. Recorto los brutos y estoy más cerca. Armo paneles de estructura y estoy más cerca. Arribo a un primer corte y estoy más cerca. Lo veo con los directores y estoy más cerca. Así, en ese orden.
Pero ahora, después de preseleccionar entrevistas, armar cada escenita y un primer corte de no-guion (porque en el documental siempre será así), me reconozco perdida en la mitad exacta del camino. Corro el riesgo de naufragar. Allá en el horizonte, el cielo se confunde con el agua y no logro visualizar el futuro de estos materiales atomizados como cápsulas, tan distintos entre sí como los colores que elegí para identificarlos en mi línea de tiempo.
Me tranquilizo. Recién es el día dos o tres de edición de este capítulo, y, por esa hiperactividad de los crueles cronogramas de TV, sé que no pasarán más de dos o tres días para que el emulsionante mágico comience a hacer efecto, para que vaya apareciendo ese hilo breve y fino que comienza a unir ideas, ritmos y recursos estéticos de manera sorprendente.
«Es un trabajo aproximativo», me repito.
Doblevé es el gallo que da nombre a la serie, y como ya terminó el rodaje se vino a vivir con nosotros al patio de El Calefón. Esta mañana estuvo cantando. Tiene voz de gallo viejo y una dulzura inexplicable para un animal así. Ya está cayendo la tarde y estamos solas con Anita. Sentimos a Doblevé caminar por el living: nos viene a buscar para que lo llevemos a su jaula. Él necesita eso para terminar su jornada. Lo llevo y cierro mi proyecto también. Será hasta mañana.