El año del amazonas

I

Una siesta calurosa de marzo, a horas de terminar mi jornada, recibí un mensaje en el que me preguntaban si podía trabajar en un documental. Me enviaron el corte que tenían editado y lo miré en esos días. La historia de Amantes en el cielo estaba filmada en el Amazonas peruano —entre Yurimaguas e Iquitos— aunque inicialmente no lo sabía y pensé que transcurría en el Ecuador. Después entendí que no era tan raro haber pensado eso, ya que el norte de Perú se encuentra muy cerca. Quedamos en hablar por zoom una tarde en la que pude conocer virtualmente a uno de los productores y al director Fermín. Conversamos un buen rato sobre las cosas que veían ellos y las que veía yo, me contaron más acerca de los personajes y la historia del proyecto. Les hice una propuesta de las cosas que pensaba que podíamos hacer si editábamos juntes.

Después de unos días que se tomaron para decidir si trabajar conmigo o no y en los cuales yo tenía mucha ilusión de que saliera el trabajo, me lo confirmaron. A principios de abril recibí los discos con el material y el último corte de montaje. Dos semanas después, cerré mi primer armado y viajé a Buenos Aires a un evento de mi asociación. Volví a Córdoba en el mismo colectivo que el director, a quien había conocido en persona minutos antes en la terminal de Retiro. Fermín viajaba para que comenzáramos la etapa de montaje presencial en mi isla.

La película era maravillosa. Sus  personajes, Cristina y La Bonita, también. Me enamoré de ellas y de esos paisajes amazónicos, con el mundo de los puertos, el río ancho y caudaloso y los árboles de un verde intenso que se veían en la costa, desde ese travelling horizontal sin fin que representaba la visión desde los barcos que podía durar horas y horas, como la experiencia de viajar en aquellas aguas. 

Amantes en el cielo retrataba una parte de la vida de dos cocineras de barcos cargueros, mujeres trans que habían decidido volver a su género anterior. Todo eso me resultaba novedoso y me entusiasmó hacer ese esfuerzo por comprender un poco más las cosas que antes no formaban parte de mi horizonte de mundo. Al igual que la palabra «detransicionar» a la cual no conocía y, por lo que me comentaba Fermín, era un término en plena discusión.

Montar esta película es un proceso nutritivo y hermoso que fluye como esos barcos en el río. A pesar del dolor que rodea la vida cotidiana de los personajes, hay algo que aflora hacia la superficie desde el fondo de ese río inmenso de aguas marrones: la voluntad de vivir como una desea. Esa decisión conlleva una vitalidad y frescura que han quedado impresas en el material. Un poco por la fuerza de Cristina y de La Bonita. Otro poco por la mirada del director. Bendita conjunción.

Estamos trabajando en «la isla bonita», el espacio donde tengo armada mi sala de montaje. Más tarde me entero de que por ese mismo nombre se conoce a la ciudad de Iquitos. Editar con Fermín me hace acordar que el documental puede ser un trabajo placentero y divertido. Unos meses atrás había llegado a pensar que no quería trabajar más en este tipo de proyectos, muchas veces difíciles y escabrosos. Porque movilizan tantas cosas en las personas que dirigen, que a veces nos faltan herramientas para poder acompañar sin perdernos de vista en el proceso. Pero ahora recupero la fe y vuelvo a sentir que es en este territorio de trabajo donde me siento más afín. Durante las jornadas nos reímos mucho y disfrutamos del proceso creativo, de tratar de entender cada palabra de los textos que dicen los personajes y a veces no son tan claros porque hablan rápido y cerradito, con expresiones como «de repente», «¿di?» y otras que voy aprendiendo en el camino y que Fermín ya conoce bien por haber sido quien filmó.

Otro Fermín de 8 años —el hijo del senséi— nos visita casi todos los mediodías por la isla porque su mamá está de rodaje. En uno de los almuerzos, nos observa desde la puerta de la cocina y le dice a su papá que editar es comer y hablar de las películas. Buena definición.

Tres semanas después de la llegada del director a Córdoba, comenzamos nuestra última jornada en medio de un diluvio que inunda la calle Lavalleja, un error en el sensor de la alarma que hace un pitido cada vez que se mueve algo y una decisión de estructura que necesitamos tomar. Tenemos que encontrar el lugar justo de una secuencia y yo tengo la sospecha de que podríamos ubicarla en el punto medio de la película. Es, además, una de mis favoritas, porque los personajes bailan y parecen estar felices.

Ese viernes de mayo editamos todo el día y logramos cerrar el corte final después de mucho esfuerzo. Fermín regresa a Buenos Aires con sus discos a bordo del colectivo y yo me voy a descansar al Festival de Cine de Cosquín, esperanzada y contenta porque acabamos de terminar una película preciosa, de esas que tienen personajes entrañables.

II

En la época que estaba comenzando con Amantes en el cielo, recibí en una de mis redes el mensaje de alguien que no conocía. Me comentaba que tenía un proyecto en el que venía trabajando hacía varios años y ahora sentía que era el momento de entregar el material a otra persona. Había pensado en mí. Se trataba de una ficción que, curiosamente, también estaba filmada en el Amazonas peruano. «Habla algo sobre el barco de Fitzcarraldo y la desaparición de una persona», me anticipó. Más tarde me enteré de que también estaba filmada en Iquitos.

Al conocer a Emmanuel en el primer meet me encontré con un director de lo más receptivo. Conversamos y me dijo que antes de que yo aceptara la propuesta era muy importante para él que hubiera visto el corte de cuatro horas que tenía editado. Estaba tan entusiasmada con la charla que casi olvido eso: que debía ver el corte. Nunca antes había trabajado en un proyecto de tanta duración y me asustaba un poco. Pero sobre todo me intrigaba por qué estaba convencido de que su película funcionaba bien siendo tan larga. Di por hecho que no iba a pensar lo mismo cuando la viera, pero me equivocaba.

Miré el armado, por fin, un viernes por la noche. Empecé a la tardecita, hice una pausa para cenar y terminé como a la una de la mañana, casi dormida. No esperaba seguir con ganas de verla después de las dos horas. Pero la verdad que sí. Esa apuesta de duración, bastante irreverente, fue una de las cosas que más me atrajo de la película. La otra era su deriva. Cierta destreza para llevarnos suavemente a un lugar inesperado y hacernos avanzar despacio, como flotando. La capacidad de sorprender también me gustó, con la falta que le hace a nuestro cine del presente. La película empezaba en un lugar y terminaba en otro totalmente inesperado. Hermoso.

Finalmente acepté. Dije que sí. Qué lindo ese momento en el que podemos elegir a las personas y proyectos con los que trabajamos. Le confesé a Emmanuel algo que necesitaba saber: yo nunca había visto Fitzcarraldo. Le pregunté si quería que la viera antes de trabajar. Me dijo que todavía no lo creía necesario. También me contó que la primera vez que vio una película de Herzog fue en un ciclo que hizo La Quimera en el año 2005. Lo había programado Juanjo con el apoyo del Instituto Goethe y estaba enteramente dedicado a Werner. Se proyectaba en 16mm en el subsuelo del Museo Caraffa. Recuerdo que allí hubo una película que me marcó a fuego: Un país de oscuridad y silencio. Yo estaba en segundo año de la facultad, el cine se abría a mí como una flor. Guardo en mí un recuerdo vívido, porque después de ver esa película sentí que podía entender un poco más el mundo en el que me había tocado vivir. Esa sensación acerca del cine es algo que llevo conmigo desde entonces, como un faro que me hace seguir creyendo en él. La fe de que puede enseñarnos una parte de la realidad a la que difícilmente llegaríamos por nuestra propia cuenta en la vida. 

III

Empieza a trabajar antes que yo mi asistente. Con mucha dedicación y paciencia inicia el ordenamiento y la sincro de ocho años de rodaje, entre diferentes discos, formatos y cadencias. Renombra archivos, transcodea, planilla. Reconstruye con paciencia de costurero plano a plano del corte, con la escala y posición que eligió Emmanuel cuando editaba.

Al encontrarnos a intercambiar el material, solo aparece un problema de lectura en el códec de audio de unos archivos puntuales. Confundida por la situación y habiendo tratado de anticiparme a los problemas que pudieran surgir, me siento un poco abatida después de probar muchas cosas que no funcionan. El inicio del montaje está trabado. Leo foros, borro cachés, compro licencias. Me acuerdo de que traje de San Juan un globito de delfín rosado que quería regalar al director y trato de recordar si en la película era un personaje del lado del bien o del mal. Me estaba quedando dormida y no me acuerdo. ¿Debería confiar en él o culparlo de lo que pasa? Emma me dice que cree que me va a ayudar, así que inflo el globo metalizado y lo hago ser un habitante más de la isla. Un delfín en la tierra. Al otro día logro que el proyecto entre en marcha. Cinco semanas después, ya tengo una primera versión de los cinco actos. Se acerca el momento de tomar decisiones.

Otra vez viajo a Buenos Aires por un evento de mi asociación. Pasaron casi seis meses desde la vez anterior. Vamos con mi asistente, Damián, ya que felizmente compartimos la pertenencia a EDA y se festejan sus primeros diez años. Al volver, el director me comenta que está muy movilizado con la película y necesita tomarse unos días para pensar cómo seguimos. Suspendemos el montaje. Al otro día intercambiamos nuestros puntos de vista sobre los problemas estructurales de la versión completa, ya que hasta entonces veníamos trabajando por actos. Se nos ocurre una posible solución, pero hay que probarla en el timeline. Por la tarde, empiezo a sentirme mal. Caigo en cama. Al otro día estoy peor. Sospecho de un nuevo Covid en mi cuerpo.

Una de esas noches, ya aburrida de no poder hacer nada, decido ver por primera vez Fitzcarraldo. Me arden los ojos por el malestar, pero igual me pongo los lentes y la miro encantada. Cuando termina, me duermo. Al otro día me despierto ansiosa de saber todo lo que rodea a las circunstancias del rodaje. Pasé años de mi vida desconfiando de Herzog porque había escuchado que durante la filmación de esta película habían muerto dos personas. Creo que por ese motivo no la había visto antes. Lo pienso ahora y no puedo creer cuánto tiempo me duró esa rabia adolescente.

Entonces recuerdo que Juanjo me prestó el libro Herzog por Herzog y busco las páginas en las que Werner tiene su derecho a réplica sobre el asunto. Me convence de que eso que escuché no fue más que un rumor, con argumentos bien plantados. Sigo entonces con la zambullida herzogiana y miro Carga de sueños, de Les Blank. Observo a Herzog con su físico y su agilidad en la selva y pienso que en esa época debe haber tenido unos cuarenta años. Busco su fecha de nacimiento y la del rodaje de la película: sí, tenía más o menos esa edad. Pero además, en dos días estaba por cumplir 81. Qué emocionante saber que un ser de esta naturaleza indómita todavía comparte mundo con nosotres. ¿Será que algún día podrá ver la película que estamos haciendo?

De su relato sobre Fitzcarraldo en el libro, me quedo con este pasaje: «Una vez regresé a Alemania para reunirme con todos los que financiaban la película y me preguntaron al unísono: ¿Cómo hará para seguir? ¿Tiene la fuerza y la voluntad y el entusiasmo necesarios?. Y yo les dije: ¿Cómo pueden hacerme esa pregunta? Si abandono este proyecto seré un hombre sin sueños. Y yo no quiero vivir así». La declaración de principios de un director que verdaderamente cree en lo que hace.

IV

A mediados de octubre nos encontramos con Emmanuel para trabajar unas semanas en la etapa presencial del proyecto. Somos bastante conversadores, pero igual los avances de cada jornada son notorios. Estamos abordando una película de más de cuatro horas de relato. En nuestro primer visionado completo, después de trabajar cada acto entre los dos, volvemos a detectar algunos problemas de estructura y nos concentramos en probar alternativas. Seguimos yendo y viniendo de la parte más general a las cosas específicas, de la vista del bosque al árbol. La película se hace más firme, va tomando precisión. El personaje de Julia, la protagonista, también. El tiempo apremia porque ahora debemos cerrar esta etapa lo mejor que podamos, ya que debo mudar mi isla pronto y retomar otros proyectos.

Trabajamos incansablemente y almorzamos todos los días en «El rincón alegre», el mismo lugar al que íbamos con Fermín. Descubrimos que las milanesas de berenjena son de lo más rico que hay entre las opciones vegetarianas. En el almuerzo de la penúltima jornada, conversamos con mis compañeros de Patio Cine sobre la peli. Se habla sobre Herzog, la «Conquista de lo inútil» y otras cosas que él fue contando a propósito de la filmación de la película. Ahí escucho, por primera vez, que cuando empezó la pandemia y el equipo de Emma se quedó varado en Perú, el caso se hizo tan resonante a nivel internacional que llegó a oídos del mismísimo Herzog, quien se comunicó de manera amable por mail para darles ánimo. Y yo que soñaba con que algun día viera las imágenes.

Llega nuestra última jornada presencial. El día amanece recién llovido. La calle está mojada y el aire limpio. Este año se hizo esperar la primera lluvia de la temporada. Se incendiaron otra vez las sierras. Hubo viento norte, tormentas de tierra y todo lo que caracteriza a estas épocas de la vida en las ciudades. Pero al final la lluvia vino y las plantas empezaron a reverdecer. Curiosamente, este día coincide con mi última jornada de trabajo en «la isla bonita». Paso a buscar mis clásicas facturas de crema por la panadería de Don Julio, una rutina que tengo desde que trabajo ahí y camino las siete cuadras que separan la isla de mi casa. Mi último sahumado del espacio es unos minutos antes de que llegue el director. Hay un pote de enduído sobre la mesa, con el que pienso tapar los agujeritos que van a quedar al otro día cuando saque los cuadros de la pared. La mesa redonda de lxs directorxs tiene restos de tabaco para armar y la lámpara de sal está recién encendida, esa que iluminó con una luz tenue anaranjada las notas del cuaderno de Emmanuel.

Más tarde, el cielo se nubla y el aire se pone helado. Vemos otra vez el corte de corrido, desde bien temprano para no cortar la película en dos con el almuerzo. Suponíamos que ibamos a estar más cerca del corte final, pero sucede que aparece otro problema de estructura que implica cortar de un tijeretazo 40 minutos en los que estuvimos trabajando mucho. Creemos que esta decisión drástica va a estar bien, pero el cansancio acumulado nos impide ver con claridad. Lo que más nos entusiasma es que si esto funciona tendríamos una duración total de tres horas y podríamos proyectar la película sin intervalos.

Así termina la jornada. Con un corte cercano al final, con un cuaderno lleno de ajustes escritos a mano que me tocará hacer en soledad la semana siguiente. Un cuaderno compartido entre Amantes en el cielo y Tras el barco de Fitzcarraldo, mis dos películas amazónicas. Al otro día, me mudo de la isla bonita. Ese misterioso lugar en el corazón de Cofico que también da nombre a la ciudad de Iquitos.