Analogías

NUESTROS ENEROS

Córdoba nunca supo del mar. Quienes somos de esta parte del mundo, crecimos con las sierras tan cerca como si fuesen un patio de verano. Las conocemos bien, sus calles de tierra pedregosas, sus árboles mezclados entre lo nativo del poco monte que queda y los árboles foráneos: pinos, eucaliptos, siempreverdes.

En mi historia, enero también fue siempre las sierras, porque la familia de papá tenía una casa en Anisacate que se llamaba La Macana, a donde íbamos precisamente ese mes. Mi recuerdo de ahí son los eucaliptos gigantes llenos de loras que gritaban, con sus nidos de espinas que se veían de lejos. Mis hermanos sacando las honderas y yo largándome a llorar. Un clarín de guerra con flores naranjas creciendo sobre una columna, que fue la primera planta que me regaló mi abuela adentro de una latita.

Mi bici azul con la que aprendí a andar sin las ruedas del costado, tirándome por la bajada de atrás. La galería llena de bolitas amarillas de paraíso, la mesa de ping pong siempre armada, las moras negras y dulces. Las canciones de José Luis Perales que yo cantaba a los seis años mientras una cámara Hi-8 me filmaba. La noche llena de luciérnagas y tuquitos de ojos verdes prendidos como linternas. El río torrentoso y bello de esa parte de la sierra.

Todo eso era para mí La Macana, hasta que cumplí nueve años y mis papás se separaron. Entonces dejamos de ir y la casa se vendió.

Por lo visto, para Dari los eneros también eran las sierras, el río y una casa familiar querida. Es como si lo entendiera bien recién ahora, después de escucharlo contar que a esa edad (la de Valentino en la película, la mía cuando veraneaba en La Macana) él también temía que sus papás se separaran. Las sierras y los fantasmas de la separación. En mí, en él, en la película.

PRIMERO, CONOCERNOS

La primera vez que vi el corte de guion que Dari había hecho, supuse que debía haber mucho de autorreferencial en esa historia. Ese punto era lo que más me interesaba del material. Por qué el director necesitaba contar eso, desde qué lugar lo hacía. Éramos totales desconocidos entonces. Yo sabía de él por Nadir, que siempre lo nombraba y era su gran amigo. Y por el Fer, que le había insistido en que me propusiera participar del montaje.

Cuando nos juntamos a charlar sobre lo que había visto, quise sacarme la duda y le pregunté cuánto de la historia tenía que ver con él. Me paralizó la respuesta: casi nada. Eran su tío y su primo, era la casa de su familia. Pero la historia tenía más que ver con ellos dos que con él mismo.

No sé bien por qué, pero si me hubiera dicho «es algo que me pasó de chico», creo que me habría sentido más tranquila. En ese momento creí perder mi único posible punto de identificación. Había para mí una distancia inmensa con la historia.

Yo venía de trabajar en películas con muchos personajes femeninos y, de repente, Primero enero hablaba de un universo enteramente masculino. Entonces tuve que mirar a mi alrededor para entender a esos personajes. No puedo de otro modo. Necesito saber quiénes son, qué los moviliza. En algún momento pensé que podrían ser mi hermano y su niño (¡el Valen tenía gestos tan parecidos!). Algo de ese mundo más conocido para mí resonaba en estos personajes, y fue importante para creerlos un poco más cerca.

Nunca recordé, en ese momento, mis eneros en La Macana.

EL CINE Y LA SENSACIÓN DE VERDAD

Sucedía algo casi mágico entre este padre y este hijo: lo son en la vida real y en el cine, aunque no sean actores de oficio. Allí se nos abría la primera posibilidad de construir y cuidar lo verdadero. La línea de acción era bien simple: Jorge y Valentino pasan unos días en la casa familiar de las sierras. Los padres se están separando, la casa se está por vender y ellos han viajado allí para llevar adelante una tradición familiar que hacen todos los hombres y que se transmite de una generación a otra.

Esa lista de «cosas por hacer en las sierras» (pescar, subir una montaña, matar un cabrito) era la excusa narrativa que guiaba el orden de las escenas y que estructuraba todo linealmente. Entonces la historia se hacía demasiado predecible. El primer desafío era cómo desarmar esa linealidad sin perder de vista la idea del mandato familiar.

Tuvimos una etapa de deriva, sin saber bien a dónde íbamos con la película. No sé si se puede editar sin transitar ese momento.

Pero desarmar lo lineal nos dio mucha libertad y nos permitió concentrarnos en eso que ahora nos parecía el punto central: cómo resguardar lo verdadero del vínculo entre ellos. No sé si existía lo falso, pero sí las cosas que distraían. Siempre se llega un poco a ese dilema de la verdad en el cine. Las formas de establecer un diálogo con lo real, como dice Fontán. El documental y la ficción no son más que eso: modos de acercarnos a la realidad. El padre y el hijo eran reales en la vida, pero ¿cómo podíamos llevar eso a la película sin que dejara de ser real? El plano nos lo iba a tener que decir. Lo verdadero, ¿se vislumbraba o no en el plano? En esa dirección nos pusimos a trabajar.

NOCHE DE ESTRENO

Estábamos en el Bafici y yo salía de ver una película iraquí que estaba en la Competencia Internacional. Al terminar la función, su directora –que tenía algunos años menos que yo– apenas podía responder a las preguntas de los espectadores. Eran personales, estéticas y políticas. Parecía que nunca se las había hecho a sí misma. Me pareció triste eso, que una directora no se hiciera las preguntas esenciales antes de encender una cámara.

Faltaba menos de una hora para la proyección de Primero enero y al salir vi en el hall a Jorge y Valentino, a quienes ya sentía conocer bien a pesar de no haberlos tratado nunca en persona. El Valen estaba más grande y hermoso. Intenté explicarle, pero creo que no terminó de entender lo que era trabajar en la edición. Su papá, sí. Tuvimos un breve diálogo, donde lo vi amable y tímido, como en la película. Fue importante para mí ese encuentro, volver a la vida los personajes, mirarlos como personas por fuera de la pantalla. Entonces vino la función. La sala hermosa y gigante, un espectador de honor –Víctor Hugo Morales–, mirar la película terminada por primera vez, después del trabajo bello y minucioso de los sonidistas y el colorista.

Pasan muchas cosas en un año de la vida, que fue el tiempo transcurrido desde el corte final hasta este día. Desde esa distancia en el tiempo, debí volver a reconocerla, como una vez me pasó con Miramar. El reencuentro fue amoroso y dulce. La sala me devolvió una película nueva, de cadencia suave y tranquila, de personajes firmes y definidos. Un niño que toma pequeñas decisiones, un padre que lo adora y lo cuida. El pasar de los días allí, compartiendo todo el tiempo de todos los días, en ese ir y venir entre el entendimiento y la confrontación.

Esta película, su director y sus técnicos, abren para mí una etapa nueva de mi trabajo. La sensación de que nos vamos encontrando con las personas correctas.