El adentro y el afuera
Estaba pensando:
depende completamente de mí
lo que miro, dónde estoy,
lo que hago a mi alma.
Haber habitado una isla, simbólica. Tenía una pared de color verde, una silla naranja y una bella puerta ventana, el único contacto real con el afuera, que debía estar cerrada para que yo pudiera trabajar. En ese diálogo solitario entre mis ojos y una pantalla luminosa, pasé los últimos cinco años.
Un día abrí la puerta, subí a un avión y conocí uno de los países más hermosos del mundo. Allí la vida brota a borbotones, en las palabras de castellano nuevo, en los hilos coloridos de todos los bordados, en los rostros originarios y los cabellos oscuros, en el respeto profundo por el otro, en cada agua dulce y salada.
Hace justo diez años, la puna catamarqueña y mis pies me hacían dar los primeros pasos dentro del cine y de mi nueva vida. Esta vez es otra cosa la que se abre, frente a una ventanilla de avión y ante un cielo que en el día, la noche, las nubes o el azul no deja de maravillarme.
Y a unos miles de kilómetros aún, con mi cuerpo y mi corazón ya regresando, vislumbro una nueva isla posible, a la que en adelante preferiré llamar sala de montaje, con una mesa de color rojo y mi gatita durmiendo sobre mi falda. Y de nuevo mis ojos. Las imágenes. Los sonidos del mundo. Y saber que hay viajes posibles.
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