Hay algo real que sucede

Y una cierta ritualidad que permanece. El pequeño vértigo de la primera clase, de no saber quiénes ni cómo serán las personas que estoy por conocer y acompañar. Atenuar luces, ordenar el espacio. Chequear que funcione el share screen, que se escuche bien. Esperar con todo listo a que vayan llegando. Antes era así también. Ser docente implica una soledad inicial y final, un silencio. La isla es el aula ahora, pero está un poco más desarmada y no se ve: es el contraplano de mi rostro. Me dejo agua cerca, un abrigo, los lentes. Las cosas que quiero mostrar “en cámara”, a ver si esa materialidad nos devuelve la sensación de algo real. 

Me voy a convertir en una docente de monitor, en una voz entrecortada saliendo de parlantitos, con la cara un poco pixelada. Dar clases virtuales resuelve algunos problemas y genera otros nuevos. Entre lo bueno, está la disolución de fronteras. Gente de aquí y de allá. Una movilidad inesperada, de personas que son de un país pero viven en otro, o son de acá pero están lejos. Hay mucha gente de provincias y hasta de pueblos, y pienso eso como una vertiente de espacios que confluyen, nutriéndonos. Nos presentamos y uno de ellos dice, desde Bolivia: “cuando editamos, el material se resiste a nuestras ideas”. Otro señala que la escritura es circular. Vamos del guion al montaje, de allí regresamos al guion, y así siempre. Le digo que me voy a quedar con esa idea. Finalmente, un taller es ese intercambio.

Lucrecia Martel dice que el trabajo es algo que tiene que tener sentido. No hay películas editándose en mi isla por este tiempo, solo finales rezagados y pequeñas piezas, que salieron del suspenso de la cuarentena, el paréntesis que no se sabe cuándo cierra. Me pregunto qué sería de mí si no estuviera dando clases ahora. Tuve que dar forma a todo esto para entender la neutralidad insoportable en la que me encontraba. Sin editar. Sin objetivos a corto plazo. Sin placer y sin disgustos, como dice Stoner. Me sorprendo de cuantes alumnes relatan haber leído cosas que escribí. Me imagino que un día leerán esto. Que tendrán que unir esa cara de píxeles que vieron hablando desde el monitor a la persona física detrás de estas palabras.

Una alumma relata una experiencia de quiebre: trabajó con una directora que tuvo un rapto de ego. No es la primera vez que escucho historias así. A veces, la inseguridad de alguien que dirige por primera vez se convierte en una forma de maltrato. Contra esas cosas hay que luchar y aprender a pararse firmes. Nuestro rol es demasiado generoso como para permitir cosas injustas. Aprovecho y les hablo del deseo. Les digo que no pertenece solo a la persona que dirige, que también hay un deseo nuestro al editar. Y a veces es más difícil aprender a cuidar este último. 

Pienso que los meses venideros ya no voy a estar tan sola, porque ahora no tengo directorxs ni personajes en el monitor. Pero todas las semanas voy a encontrarme con estas personas hermosas. “El montaje es ese espacio secreto al que los roles de rodaje nunca podemos acceder”, dice otra alumna desde Italia, con su reloj marcando cinco horas más que el mío. Un espacio secreto; otra posible definición del montaje. Oficio misterioso, si los hay.