Solo tenemos nuestro cuerpo

Escribo sin regularidad. Sobre la hoja de papel hueso y con poca luz, apenas distingo si la tinta es azul o negra. Mis dedos rozan el cuaderno material y siento cuáles son los puntos de apoyo sobre los que concentro mi fuerza al sostenerlo.

Estoy llena de preguntas. Hacia mí misma y hacia el futuro. Pero no el de acá a varios años: el de ahora. Me voy a mudar con la isla. A esta casa llegamos las dos rotas; cuatro años después, nos iremos con la frente en alto. 

Mi isla, que siempre había tenido pisos calcáreos y ventanas hacia el este, ahora va a mirar hacia el sur y se va a apoyar sobre madera.  Me pregunto qué será lo primero que voy a editar ahí. Cuánto funcionará como sala de montaje y cuánto como aula virtual. ¿Me puedo olvidar de lo que era editar? Porque no es solo una acción mecánica. Es una sensación que recorre el cuerpo. Se mete por los ojos y las manos, como una adrenalina dulce. Circula por la sangre, haciéndola neutra y fluida debajo de la piel. Una de mis manos sostiene el mouse, mientras los dedos se estiran como una araña sobre la parte izquierda del teclado, hasta llegar a presionar el shortcut. Yo solo miro el monitor y la flechita que se mueve, comandada por la otra mano que le dice adonde. Se construye una danza de manos sobre mi mesa de montaje, que pronto será un bello escritorio de algarrobo y tendrá dos cajoncitos. 

¿Cómo va a ser la sensación de mi sangre corriendo de nuevo cuando vuelva a editar? ¿a cuántos beats por segundo me latirá el corazón? No sé si al mismo ritmo que lo hace cuando siento el olor de la primera lluvia o en cambio será cansino y triste, como al imaginarme contemplando los incendios del monte, ese espectáculo siniestro de fuego, huidas y muerte. No sé, porque mi cuerpo sigue acá, con varias semanas de moverse apenas. El después de un virus inespecífico, un hormigueo recurrente en las piernas. Algunas noches sin dormir, otras con un palo en la cabeza. Y momentos en los que escuchaba una silla desvencijada, justo dentro de mi oído.  

Todavía seguimos entre las mismas paredes, mi isla y yo.  En unos días voy a desarmarla y trasladarla con suavidad, como a un caracolito. Y va a ser tibia la temperatura de nuestros cuerpos, el suyo y el mío; porque le pedí a todas nuestras diosas que por favor no levanten fiebre.

La mujer en la isla. Fotografía de Nadir Medina
La mujer en la isla. Fotografía de Nadir Medina