La danza de las tijeras
En los inicios del cine, hacer un corte era literalmente tomar una tijera, mirar la película a contraluz y cortar de forma analógica. Hay una imagen que recorrió el mundo y es la del ruso Sergei Eisenstein con el ceño fruncido, mirando un fotograma hacia arriba, con la película estirada. También está la célebre secuencia de El hombre de la cámara, en la que Vertov filma a su compañera Elizaveta Svilova —era común entonces que las parejas de los directores editaran sus películas—, y ella está ahí, en esa sala oscura que bien podría ser un sótano, mirando correr la película sobre una superficie opalina, que recuerda a esas cajas de luz de las películas de animación. Y entonces tijeretea, unta la cola en ese tarrito que parece un esmalte de uñas y empalma los dos pedazos de fílmico. Los cortes se hacían a mitad del fotograma (medio de un lado y medio del otro), por eso en cada uno se perdía un cuadro en total.
Unas décadas más adelante apareció la moviola, primera máquina destinada a facilitar el trabajo del corte y pegue del montaje. Ahora existía un aparatito en donde la película se hacía correr y la imagen podía verse ampliada sin la necesidad de usar una lupa. Cada fotograma era proyectado sobre una pantalla opalina, primero más pequeña, después más grande cuando llegaron las moritones. Había que elegir, porque una tenía paso vertical como los proyectores de cine; la otra en cambio, tenía paso horizontal y una imagen más grande, pero también menos luminosa. Hay otra película célebre donde se ven la sala de montaje y la moviola, que es ¿Dónde yace tu sonrisa escondida?, en la que Danièle Huillet —también compañera del director, Straub— realiza la manipulación de las latas, ubicando los descartes en un rectángulo de madera con rueditas, dejando pasar la película una y otra vez hasta encontrar el momento exacto del corte. La luz de la mesa de trabajo se enciende y se apaga, como una costurera que va afinando las puntadas.
Siempre el orden de las acciones es el mismo: mirar, cortar, pegar. Y también se repite la disposición de las partes en el espacio: nuestro cuerpo frente a la imagen.
En Perú existe la danza de las tijeras, se baila al compás de un violín y un arpa. Los bailarines llevan el instrumento de corte en su mano derecha, al que abren y cierran mientras danzan. Visten ropas coloridas con bordados, flecos y sombreros. Supongo que el Señor Murch se pondría muy contento si se enterara de esta curiosidad, que conjuga la idea de cortar y bailar al mismo tiempo. “Editar es como danzar”, dice siempre y sostiene que por eso lo mejor es trabajar de pie, sintiendo el ritmo y el tiempo en el cuerpo.
Si nos remontamos a épocas antiguas, encontramos que las tijeras existieron al menos desde el año 1000 antes de cristo. Parece que las primeras eran de hierro o de bronce, y se usaban para esquilar lana de oveja. No podrían haber sido de un metal blando como el cobre o el estaño, ya que se hubieran doblado con el uso. Se utilizaron después para cortar el pelo y podar los árboles. Más adelante, para cortar celuloide.
De la moviola, en el presente, heredamos varias cosas. Una de ellas es el paso horizontal de la película: montar en un software reproduce esa lógica, como si tuviéramos el celuloide acostado, con sus fotogramas uno al lado del otro. Es tan hermoso recordar que existen los fotogramas. Porque al final el cine siempre fue una suma de ilusiones. La ilusión de movimiento es una de ellas: no existe tal cosa, sino una serie de imágenes fijas. A veces pienso que los fotogramas son las células de la película, y que se hacen los muertos pero reviven al paso de los 24 cuadros por segundo. Así como hay insectos que se quedan inmóviles ante la cercanía de una presencia humana, pero al alejarnos un poco vuelven a su posición habitual y se van. Los fotogramas no huyen, pero son capaces de animarse si están juntos y moviéndose a buen ritmo.
Finalmente, hoy editamos en computadoras, creadas originalmente para cualquier otra cosa. En ese torrente de bits procesan texto, hacen cálculos, reproducen imágenes o lo que se nos ocurra. Entonces cuando instalamos el premiere o el avid en un ordenador, es como si le abriéramos las tripas y le dijéramos: ahora vas a funcionar como una moviola, me vas a mostrar los fotogramas ampliados en un monitor y me vas a dejar que los corte con una cuchillita de mentira. Y cada vez que su filo roce la superficie de la película, va a aparecer un espacio nuevo ahí. Un pedazo que se despega del otro, creando un vacío. La pregunta, en este caso, sería qué cosa vamos a unir con qué otra.