Celebración de cine

El otoño húmedo, la nostalgia propia de este tiempo y la ciudad de Buenos Aires rodean a un nuevo Bafici. Somos muchos los cordobeses que viajamos. A veces nos movemos como una tribu, otras, somos seres solitarios que en varios momentos del día celebramos el ritual de sentarnos a mirar una película. Seremos espectadores y críticos de pasillo, y elegiremos películas de la grilla como quien encuentra su gusto de helado preferido. Andamos por ahí, con la programación en la mano, dibujando circulitos alrededor de lo que queremos ver, con acreditaciones colgadas como collares. Nos prestamos catálogos, nombramos en voz alta alguna película que «hay que ver» o vociferamos indignados contra alguna que nos hizo sentir burlados. Averiguamos recorridos de colectivos y subtes que nos lleven a otras salas, y entonces cruzamos la ciudad a contrarreloj, llegamos corriendo y transpirados. Sin esas corridas, sin la adrenalina de poder quedarnos afuera, no sería lo mismo.

Durante algunos días, la vida transcurre dentro de salas de cine. Ocupamos butacas comodísimas, según preferencias personales: al medio para escuchar mejor, atrás si la pantalla es muy grande, adelante si es pequeña. Tenemos compañeros de asiento ocasionales, siempre distintos, con suerte silenciosos. Cada sala va cobrando su identidad, se va haciendo familiar como la pieza de una casa amiga. A veces somos afortunados y, cuando se enciende el proyector, nos damos cuenta de que la película será en 35 mm.

He descubierto que algunas películas me hacen sentir violentada. Es bueno también enfrentarse a lo que nos incomoda, definirnos por oposición: este es el cine que no quiero hacer, el que quisiera que no se haga más. O definirnos por sensatez: esta película tiene su valor, pero no me gusta el género al que pertenece. Por lo tanto, la película no me gusta tampoco, pero puedo reconocer que tiene valor. A veces, solo a veces, sucede que podemos definirnos por placer: este es el cine que admiro, que anhelo, que quiero que exista siempre. Las películas que volveré a mirar, como quien vuelve a un poema querido.

Pienso en todos los que creemos que el cine nos salvó la vida. Ya he escuchado a muchos reconocer eso. Amigos, grandes directores, simples cinéfilos. En esta pequeña burbuja del tiempo-festival, volvemos a pensarnos como personas y como realizadores. Regresan las preocupaciones fundamentales: el amor, el paso del tiempo, el lenguaje, el cine. Aquello que se termina. Nuestro propio quehacer.

Me hace feliz que existan los festivales, porque brindan el espacio necesario para un deseo: encontrarnos con cientos de películas que llegan para a ser vistas en un mismo lugar. Así como el Festival de Cosquín en la montaña, o el Festival del Mar en primavera. Me hacen feliz. Habitar este mundo casi como si todo pudiera ser entendido desde un film.