Las horas solitarias

Las editoras siempre estamos esperando. Que se pueda hacer el rodaje, que nos pasen el material, que las cuotas se liberen. Tener listo el corte de guion para recibir a las directoras o los directores en la isla, dando inicio a ese período de dulce convivencia que es lo más lindo de nuestro trabajo.

Esperamos a mirar los crudos por primera vez y sentir que estamos conociendo a una persona nueva, sanando simbólicamente una distancia que sí o sí nos separa: en la generación, en el tiempo, en la clase social. Algo de eso se redime ahí, solamente escuchándola, olvidándonos de nosotras mismas para aprender cómo habita el mundo otra persona. Es un ejercicio de apertura y empatía. El cine, creo, también lo es.

Todo esto sucede en medio de una ciudad que tiene su ritmo afuera, con el río que corre a cinco cuadras de casa, con tormentas que se arman y desarman en el cielo de la primavera cordobesa. Y yo acá, adentro de una isla, tan callada y tan sola, me llego a creer que el mundo se puede entender desde un monitor.

Un día, caminando por la calle y sin sospechar, veo una joven en una marcha y resulta que es Franny. O voy a un recital de mi compañero y aparece Loraine. En persona es encantadora, bien diferente al personaje de la película.

Entonces tomo un poco de coraje y me acerco, sabiendo que tendré que explicarles quién soy, porque ellas ni sabían que existo. Pero estoy tranquila: sé un montón de secretos suyos que no le voy a contar a nadie. Porque alguna vez entendí que está muy bien cuidar esa fragilidad de las personas que editamos.

Después de intercambiar algunas palabras me despido con un abrazo leve, como quien acaricia algo entre amigable y desconocido: una gatita de la casa de alguien a la que no sabemos si vamos a volver. Una compañera del secundario que se sentó tantos años a nuestro lado y ahora apenas podemos recordar su nombre.