Salas de montaje

En la jornada de ayer terminé de mirar el material de la película que ando editando por estos días. Un pintor supertalentoso y gran pensador cuenta acerca de una técnica que conoció de otro pintor en la época en que había que acercarse a los talleres de otros para aprender mirando. Con el montaje pasaba lo mismo. La transmisión de los oficios era así: persona a persona. Había un cuerpo y una voz que se escuchaba, cuyas palabras nacían de la experiencia, del contacto con los materiales. Remo Bianchedi cuenta cómo aquel pintor agarraba la hoja de papel y la dibujaba entera. Hacía líneas, curvas, garabatos. Terminaba casi sin espacios vacíos. Entonces buscaba una goma y se ponía a borrar todo lo que sobraba. Así aparecía el dibujo verdadero. Primero tenía que dejar salir todo lo otro y después buscar ahí, dentro del caos, puliéndolo como si tallara una piedra.

Me impresionó ese procedimiento de trabajo, tan parecido al nuestro pero con otro soporte tan distinto. Pienso estas cosas mientras escucho. Me detengo ahí. Si pudiera salir de mí un segundo, me observaría en ese momento: sentada en mi silla de tres colores, al frente de dos monitores de imagen y dos de sonido, una mesa roja, un teclado retroiluminado, un mouse, un estante. Rodeada de muchos discos rígidos externos y cuadernos de colores, cada uno para su propia película. Hay también lapiceras, un lápiz y una goma, resaltadores. La pared detrás de los monitores es mi pequeña apertura al mundo, llena de imágenes en forma de fotos o postales que contienen personas, películas y espacios que han sido parte de mi camino. Están ahí, abriendo miniventanitas sobre el muro blanco, recordándome que, además de las imágenes de luz emitida, hay otras, y que también tengo una historia. Está el alebrije de dragón poderoso, que traje de un viaje a México en el momento en que todo tenía que volver a ser construido. Por último, el amuleto de mujer-montajista que me regaló mi amiga Anika, al cual ya le imprimimos un aire sagrado: es una tijera diminuta que debo llevar conmigo cada vez que viaje.

Varias veces al día entra Talita con sus maullidos, me pide comida, que le abra un placard o simplemente que deje de mirar un rato los monitores. Estoy trabajando, le digo, y entonces empieza a invadir sigilosamente el espacio, se refriega contra los cantos de la mesa, se estira sobre mis muslos dejando todo su peso, se acuesta sobre el pad de gel. No es que sea particular que una gata haga esas cosas, el asunto es que ella entiende que, en ese espacio, es donde está todo para mí. Entonces lo corrompe un poco, poniéndome a prueba en una escala de valores muy íntima y delicada.

A veces pienso: qué lejos estoy de sentir la tierra o el agua bajo mis pies descalzos. Qué aburrido salir afuera y tener que achinar los ojos como si viniera de una caverna. Qué posición de trabajo tan rutinaria, sentada todos los días frente a una mesa, con la variación mínima de dar vueltas sobre el eje de la silla o desplazarme a bordo de las rueditas.

¿Cómo se mide el tiempo que pasa dentro de una isla?, ¿en horas y minutos, o en cantidad de escenas editadas? Pienso en ese pozo del tiempo que es cualquier sala de montaje, en el concepto de isla que nos remite a palmeras, arenas y agua azul, cuando en realidad tenemos un piso rojo y una cortina bien mullida para que la luz no entre. Pero me quedo con esa idea del aislamiento. La evidencia de la soledad.

Antes de que las mujeres pudiéramos editar, porque el mundo no fue siempre así (no estudiábamos, no votábamos y tampoco editábamos), el oficio asignado a nuestras cualidades entendidas como femeninas era el de cortadora de negativos. Decían: la mujer es delicada y precisa. Y después: ¡pero cómo una mujer va a tocar el positivo! Margarita Bróndolo, pionera del oficio en nuestro país y trabajadora de más de trescientos largometrajes argentinos, contó algunas cosas antes de irse. Primero, que amaba su trabajo. La dama del celuloide, como la apodó una periodista, había entendido algo: que era la guardiana del material. Dijo: «Todos los días se filman 300 metros de película y no se tira ni un fotograma. Eso va a copia y una vez que el director eligió, el laboratorio me devuelve a mí el negativo, porque yo soy la dueña. Lo tengo desde el primer día de filmación hasta que va la copia al cine. Fui responsable del negativo de todas las películas que pasaron por mis manos». Y cuenta que llegó al oficio por una serie de casualidades, y porque ella «quería trabajar donde se hacen las películas». Ese lugar, en su caso, era un sótano donde pasaba las jornadas haciendo su tarea.

Las salas de montaje también son oscuras y solitarias. Pero perdieron materialidad. Las moviolas que usaban entonces estaban sobre un enorme tablón lleno de rodillos, perillas, cuchillas bien afiladas. La película tenía que hacer un recorrido físico, atravesar cierto camino pensado para ella. Pasaba con su propio cuerpo y así lograba ir de un carrete al otro, tener empalmes bien hechos y contar una historia. Y ahora, ¿dónde está el cuerpo de las películas? Quizá en uno de los platos del disco rígido, dibujando un leve surco que en realidad es un código de ceros y de unos, en una cantidad exorbitante de millones de bits.

O sea que ese cuadradito hermoso de haluros de plata, celuloide y 35 mm de medida diagonal, que se podía sostener entre las yemas del pulgar y el índice y mirar a contraluz, necesita de millones de ceros y unos para poder existir hoy en formato digital. Ya no es palpable, no se puede tocar. Existe, sí, pero es inmaterial. ¿Dónde vive entonces?, ¿en nuestra retina?, ¿en alguna capa de no sé qué parte del panel del monitor?

El oficio de montajista actual se está tornando sospechosamente posmoderno, casi millennial. Ya no hacemos acciones con nuestro cuerpo. Solamente los shortcuts con la mano izquierda, y los clics con la derecha. En cambio, las cortadoras de negativos y las primeras montajistas sí que sabían empuñar una tijera y pegar un empalme, poniendo mucho más de su cuerpo, volcándose sobre un territorio de trabajo. Levantando latas enormes y pesadas, haciendo fuerza con las manivelas.

El Sr. Murch dijo una vez que escribir los papelitos con los nombres de las escenas, los personajes y las acciones es una parte sagrada de la labor: un momento que tiene alma. Usamos tijera, chinches, lapiceras. Hacemos manualidades por un ratito.

Parece que todo eso tan bien engranado, de mecanismos sencillos y a la vez perfectos que tenían las moviolas, ahora vive adentro de un gabinete. Si desatornillo las tapas del costado, encuentro objetos modernísimos, llenos de pins metálicos de color dorado y cables finitos en color negro, amarillo y rojo. No sé dónde debería buscar el alma de mi isla, pero sí entiendo ahora que ese es su cuerpo. Que también se acalora en verano, se alimenta de energía y cada tanto pide un poco de atención. Yo la escucho, pobre, tantos años trabajando juntas, gestando películas como niñes, que salen así, por el cordón umbilical de un disco externo, tan virtuales y contemporáneas.

Dedicado a todas las cortadoras de negativo argentinas: Margarita Bróndolo, Nilda Nacella y a las que no vamos a conocer nunca, pioneras de la lucha de la mujer por trabajar en el cine argentino. Porque nos allanaron el camino a todas las que hoy somos montajistas.

Lectura súper recomendada: Entrevista a Margarita Bróndolo