Pequeñas tempestades
(a Anika)
Todas estamos rotas,
dice una amiga querida.
Por eso cuido
lo que podría sanarme,
que es:
una película que ame,
un personaje que abra el horizonte
gracias a su palabra,
un director o una directora
que me enseñe
a seguir pensando.
A confiar en que sí tiene sentido
nuestra labor,
que las horas y horas
de insistencia
no llegan a cambiar el mundo,
pero sí
un punto de vista.
Y qué más se puede pedir
si cada tanto logramos eso.
El viento sur
arrastra cosas a su paso.
Hace no tantos años,
la noche de San Juan era sagrada,
ahí bajo la luna de Güemes.
Una oda al encuentro y a lo colectivo.
¡Pero tenemos tan pocas ceremonias!
Y a esta también la fuimos abandonando.
En algún texto
leído para mis clases,
alguien decía
que el cine, finalmente,
se parece a ese ritual
primitivo y mágico
de juntarnos alrededor del fuego
a escuchar historias.
Que nos cuenten un cuento.
Un placer
de la naturaleza humana
que viene de tiempos remotos.
La pantalla fuego.
Sabernos rotas
pero de pie.
Damos las batallas
en cada día nuevo.
Y aunque el viento sur
se lleve lo tibio
que quedaba
de esas noches de San Juan,
mientras haya una sala de cine
en la que entrar,
puede que estemos salvadas.