Un día como este

A 41 años de la fuga del Buen Pastor

Debió haber amanecido cerca de las ocho. Quizá el sol entró apenas por una de las ventanas que daban al patio interno, con esa tonalidad amarilla y pálida que tiene el sol en otoño. Debieron levantarse y lavarse los dientes con el agua fría de los baños. Las que sabían, debieron sentir que el tiempo pasaba despacio, como si hubiera muchos días dentro de ese solo. Debió haber hojas secas de los fresnos y plátanos en las calles de Córdoba, como todos los otoños, solo que ellas hacía tiempo que no veían los árboles, por esos muros que las separaban del afuera. Las que no sabían, se iban enterando. Y la decisión se tomaba en el momento: irse o quedarse, sin dudar. Debieron estar sus abrigos preferidos colgados en los roperos de su casa. Debió estar helado el aire y salirles humito de la boca cuando fueron al patio a lavar las sábanas. Debieron tener poca energía, porque venían de una huelga de hambre de veinte días. Ya decididas a irse, las que se iban, debieron anhelar todos sus afectos. Un abrazo sin cronómetros, una comida de domingo. Debió ser muy fácil recordar el número asignado para hacer la fila. Debió ser duro quemar y romper las pocas pertenencias que tenían para no dejar ninguna evidencia. El diario del sábado anunciaba un eclipse de luna y un tedeum de 25 de mayo. Pasaba el mediodía y el último almuerzo de todas juntas, la siesta secaba sábanas al sol. Debió haber aumentado la ansiedad mientras caía la tarde y también el miedo, pero más la fuerza. Debió haberse instalado una noche fría y de luna llena, como la que tendremos hoy, cuando dieron las ocho en punto. Las que se iban, casi todas, estaban ensayando una obra de teatro por la fecha patria. Debió escucharse la señal de la bomba de estruendo que marcaba el inicio de la operación y debieron sentir entonces que no estaban solas, que sus compañeros habían trabajado generosamente para ellas. Debieron agradecer las sábanas en la soga, que las cubrieron de la guardia de los techos cuando tuvieron que correr. La cocina debió estar más fría y oscura que nunca, y la ventana debió parecer un hueco de luz. Debieron ser eternos los segundos desde que rompieron los vidrios hasta que llegó el turno de saltar. Debió ser inolvidable y necesario sentir el aire puro del afuera. Y la libertad, otra vez.