Doblevé
Esta noche es la última de Doblevé en nuestro patio. He pasado tres meses cuidándolo, uno menos de lo que llevo editando la serie. Cuidarlo significa sacarlo todas las mañanas de su jaula, limpiarla cuando junta olor, cambiarle el agua y la comida, comprar el alimento en la forrajería del barrio. Cuidarlo también es cumplir una serie de rituales cotidianos, en los que mi llegada y partida de la isla de edición son también el inicio y el fin de su tiempo en libertad. Lo primero que hago es ir a buscarlo al galponcito del fondo, escucharlo cacarerar mientras me acerco, sacarlo de su jaula en un movimiento rápido que fui perfeccionando con el tiempo, en el que entendí que siempre se retobaría un poco porque eso forma parte de su naturaleza de gallo. Estas últimas semanas incorporó un nuevo momento, que es hacer como que me persigue mientras vuelvo a la cocina, corretear a toda velocidad y frenarse en seco cuando ve que estoy por cerrar la puerta. Es gracioso cuando se detiene, porque se patina con los mosaicos que están hechos para zapatillas y no para patitas de gallo. Entonces da media vuelta y se va, mientras yo me interno en la isla de edición y empiezo mi jornada. En el monitor me la voy a pasar mirándolo a él, en planos dedicados a su bella figura o en otros donde aparece a upa de los hermanos Bolten. Mientras, Doblevé canta en el patio, con esa voz ronca que da ternura y que se le fue limpiando un poco con el tiempo pero ahora se volvió carrasposa otra vez. A veces respira agitado como si le faltara el aire y otras le late fuerte el corazón. Le gusta más el maíz que el balanceado, no le molesta la lluvia, picotea todo lo que encuentra. A mí no me da miedo Doblevé, no es que crea que eso es heroico ni nada, pero me divierte que a otros compañeros sí los asuste un poco. Igual lo entiendo porque no deja de ser un gallo, y los gallos son poderosos, y él tiene esa cresta roja de guerrero y porte de soldado. Decía que mientras lo veo en el monitor él se la pasa cacareando en el patio. Ahora hizo un huequito debajo de la palta porque tiene buena sombra y a veces aparece ahí como si estuviera empollando huevos. El Mati dice que se comió todas las lombrices del compost, yo nunca lo vi hacer eso, pero la verdad es que deben ser un manjar para él. Y aunque no entiendo bien la vida de los gallos, puedo decir que parece estar feliz, aunque esté solo y el patio sea chiquito. Cuando va a caer la tarde, Doblevé busca la altura y se sube a la ventana de la cocina, porque en el patio no tenemos árboles grandes. Esto coincide con el fin de mi jornada, entonces salgo a buscarlo y lo espanto un poquito para que baje al lavadero, así puedo agarrarlo mejor y trabarle las patitas con mi mano izquierda, porque él se resiste un poco siempre y sus patas son grandes como la mano de un niño. A veces tengo que irme y él todavía no se subió a ninguna parte, entonces lleva adelante otro ritual que consiste en hacer como que se escapa de mí y terminar esperándome. Primero corretea debajo del tráiler y las matas de burro, y después se queda quieto como si alguien le hubiera detenido el paso. Aún no sé si le gusta o no estar a upa, pero un poco de placer le debe dar, porque enseguida se calma y empieza a mirarme de costadito. Igual no estoy segura de que me mire a mí, porque en el fondo de sus ojos no sé bien qué hay. Yo lo quiero a Doblevé, y aunque él no sepa de su gran trabajo en nuestra serie y quizá ya ni se acuerde del rodaje, no esté al tanto de su fotogenia y de que todos los que ven los capítulos quedan encantados con él, no importa eso ahora, solo importa que viva más acompañado y más libre.