El sol no salió porque aún no lo oyó
Al tiempo lo podemos medir en meses y semanas. Lo podemos mirar en cosas que nos pasan. Gallos rojos se llevó un trozo enorme de mi vida, en el sentido más profundo que eso puede implicar: el del placer de hacer lo que elegí y vivir de eso, el del trabajo comprometido hasta las últimas consecuencias y el de todo lo que sucedió en mis días mientras tanto.
Un amor, una primavera entera, una nueva compañera de casa, festivales a los que no pude ir.
Editar un proyecto así implica sumergirse de lleno en el montaje, con la misma entrega que tienen los técnicos en un rodaje. Son dos cosas que se parecen mucho, con una diferencia: aquí, buena parte del tiempo transcurre en soledad.
He habitado el calendario con dedicación exclusiva a esta sola tarea, dejando todo lo demás para después, salvo los afectos y el cine. He sentido también la angustia de no llegar, de que los días pasen y avancemos menos de lo previsto, de volver a pensar que la tele es más tirana. Aun así tenemos varias conquistas, y las cosas son lo que quisimos: logramos tender ese puente entre lo narrativo, lo estético y lo ético. Y nos encanta.
Primero se fue Doblevé, después se fue él y pronto se irá mi concubina. Todo parece ser parte de lo mismo, de ir dando fin a este ciclo intenso y poderoso, para abrir paso a lo que vendrá.