Posibilidades de la materia

El material que siempre estuvo sano. 
El que estuvo tratando de recuperarse. 
El que se salvó.
El que quedó dañado.
I

Es lindo pensar en la materia, en eso que se presenta como la sustancia que va a constituir el cuerpo de una película.  ¿Hay un mínimo de vejez del material para empezar a llamarle «archivo»? ¿Dos años, cinco, diez? Ciertamente no lo sé. Recuerdo a Moreira Salles hablando sobre Santiago y los doce años que habían tenido que pasar para que él pudiera reencontrarse con esas imágenes y pensarlas desde un lugar nuevo.

En la película que estoy trabajando ahora, a la mayoría del material le llamo archivo. A veces es por lo plástico también, porque está registrado con cámaras más antiguas y tiene otra textura y resolución. Algo de lo menos nítido, de esa cosa ruidosa que dan los campos de video entrelazados. ¿La diferencia entonces podría ser el tipo de cámara con que fue filmada la imagen, cuya textura relacionamos con cierta época de la historia del cine? 

Es la primera vez que trabajo con archivos personales. Siempre lo había hecho con los públicos, los de esos lugares a los que todes podemos ir y sentarnos a mirar, elegir y llenar formularios. Pero esta vez son otros. Pertenecen a la vida de alguien y reflejan la transformación real —y visible— del personaje principal a lo largo de unos veinte años. Y es totalmente cierto que la imagen puede ser una constatación del cambio. Me acuerdo de Remo sobre el final de Yo no es otro, diciendo que la nueva etapa de su obra artística —unos murales preciosos con figuras de las cavernas— eran «el mejor testimonio de su cambio». El espejo de su transformación era ese, mirar de frente la obra que él mismo había creado a lo largo de su vida. «Son radiografías internas», le confesaba después a un amigo pintor en otra conversación. Mirarse a través de las cosas que salieron de adentro nuestro. Y establecer un posible mapa, puntos centrales unidos por caminos.

II

Trabajar en esta película conlleva una espera, a veces más activa que otras. Yo me siento como el tiempo que quedó detenido en mi panel con papelitos del proyecto anterior, que ya cambiaron de estación conmigo y a los que el ventilador agita ahora suavemente, como recordando que aún hay algo de vida latiendo en ellos. Me gusta que se muevan así y no estén quietos, inmovilizados por las chinches que los sostienen desde arriba. Que se muevan apenas, como llamándome, mientras la cortina blanca se balancea a esa misma cadencia, delicada y fina. Trato de sentir que ese es el ritmo que corre dentro de mí.

Hace calor y espero. Que se suba un material a la nube, que se copie otro al disco, que se haga un export. De esos paréntesis está hecho también nuestro oficio. Como el aire de una siesta en la que no todes duermen y los monitores encendidos pelean con su brillo a la resolana que entra de afuera. En esa calma aparente, en realidad hay un caudal de bits moviéndose de un lado a otro a través de cables y redes, procesos en marcha, cosas sucediendo. Pequeños pasos adelante para que la película algún día exista.

III

El sonido de la púa del disco mecánico me indica que está girando. Una vez, otra. Parece la medida de las cosas dentro de esta sala de montaje. Como un reloj que traza el círculo con su aguja más larga. Y después de nuevo. Pero rápido, en pocos segundos.

Ese disco es, en sí mismo, la verdadera materia de todo esto. Porque es el único al que puedo tocar, el único que se relaciona con el mundo en términos de sentidos: la temperatura, el tacto, el sonido. Yo poso mi mano sobre él y puedo saber si las cosas marchan bien o si hay algo de lo que debo preocuparme. Y ahí dentro, en sus platos de metal a los que nunca vi —porque son como el corazón, que no puede estar a cielo abierto— se encuentra tallado en forma de código todo lo que uso, realmente, para construir la película. Esas imágenes que no puedo tocar pero sí mirar, esos sonidos que se desplazan en el aire como viajando.

IV

A esta altura me siento como esas muñecas de cartón finito con las que jugaban nuestras madres, que tenían los brazos y las piernas salpicados con brillantina y articulados por un ganchito mariposa. Buscando cuáles son los puntos donde se puede apuntalar algo para que siga moviéndose. El hombro, el codo, la rodilla. Porque la sensación de este tiempo es que todo está fragmentado. Que los últimos dos años son como un parpadeo inmenso y que nuestras preguntas, nuestros deseos, quedaron suspendidos en un mundo que ya no es el mismo. Es un tiempo a los saltos, con fotogramas ausentes en el medio del plano. Mi deseo para el año venidero es ese: el regreso a la continuidad. Que vayamos encontrando aquellos fotogramas que perdimos en el hielo.