Las hackis doradas

Este año tomé una decisión importante: renovar mi isla de edición. Suena raro decirlo así, porque en realidad una isla no es solamente el gabinete y todo lo que tiene adentro, sino también el espacio donde estamos, el escritorio, los monitores. Pero es cierto que él representa el corazón de cualquier isla, lo que hace que todo lo demás funcione. 

Hace muchos años me daba miedo abrirlo, pensaba que tenía cosas delicadas y peligrosas a la vez, que podían darme una descarga eléctrica o que yo misma podía destruir con el simple hecho de pasar la mano por una rendija equivocada. Me acuerdo del sénsei explicándome qué era una placa madre, dónde estaban el micro y la ram, cómo se desconectaban los discos rígidos. Yo miraba y veía metales plateados, cables finitos de colores vibrantes, ventiladores pequeños en todas partes. Pero había algo que no me pasaba desapercibido: el lugar del microprocesador. “A esto no hay que tocarlo nunca”, me decían, y a mí se me figuraban los cientos de pins dorados y la posibilidad de la tragedia: que se aplastaran, que dejaran de hacer contacto.

Más de una vez le tuve que cambiar discos, rams y placas de video, porque la tecnología es tirana y te lo exige; los sistemas operativos avanzan y las versiones de programas también. Un día te encontrás con que el Final 7 ya no corre más en tu Mojave, o que Big Sur es lo último de lo último pero a partir de ahora tenés que convertir todos los avis antes de editar. Y en el disco te quedan archivos desasociados a los programas, que ahora son “obsoletos” (así de fea es la palabra que usan los sistemas) y entonces el archivo es apenas un nombre en la lista del finder, un cúmulo de datos que no se pueden leer en ningún lugar. Como un DVD de una película querida, que ya no tenemos dónde meter para poder verla.

Y en el medio de tanta cuestión material y palpable, hago una retrospectiva de mi vida al lado de esta isla. Y me doy cuenta de que fue como la casa en la que viví todo este tiempo, porque ahí nacieron todas las películas en las que trabajé. Diez, once o doce años de películas y series saliendo de esas cuatro paredes de metal. Me fui de muchos lugares, pero ella vino siempre conmigo. Me separé de todo menos de ese rectángulo pesado y negro, que adentro tenía las cosas que me permitían trabajar, sentarme al frente de una imagen y mirarla. Y no pretendo medir nada, pero la verdad es que una buena parte de mi vida de editora se va a ir dentro de ella. 

Hace unas semanas fueron llegando los componentes de la nueva isla, un cooler del micro por aquí, dos ram por allá, mis primeros discos m2. Los carteros tocaban el timbre y yo acumulaba cajitas con diseños modernísimos en una esquina de mi sala. Una de ellas era tan linda y transparente, que debería exponerla en la repisa con una luz adentro. Después la armó mi compañero. Yo quise mirar y quedarme a su lado, asistir a ese momento. Porque sentía que era como verla nacer. Y saqué fotos a esas manos hermosas manipulando las piezas de metal, los destornilladores y alambritos. Haciendo el primer contacto entre el mundo humano y el de las máquinas.

Finalmente él hizo la instalación del software. Se trata de la parte liviana, después del primer armado más rudo: instalar el sistema operativo y los programas, hacer que todo corra con fluidez. La fecha de nacimiento coincidió con el cumpleaños de Elisa, una amiga que ya no está. Y a esta hacki sí le puse un nombre, porque Olarila va a ser mi compañera durante sus buenos años venideros.

Hoy subí a la terraza y me dediqué a dejar a punto la hacki vieja. Estaba cubierta de capas de tierra, pelos de la Tali, partículas de polvo que quizá tengan ya varios años. La mugre como evidencia del tiempo depositado en una superficie que, de tan delicada, no puede limpiarse con frecuencia. Trato de recordar las manos del senséi montando el Core I7 adonde tenía que estar. El olorcito a nuevo de las piezas que esta vez no pude sentir, el negro profundo de las partes de plástico y metal, a los que disfrutaba con mis ojos de veinteañera alucinada. Entonces no lo sabía, pero ahí adentro se estaba jugando una parte de mi futuro. Hoy usé aire helado, espuma y trapos para revitalizar los colores, para que la próxima persona que la use para trabajar (me encantaría que sea sonidista) sienta que también encontró una casa en la que sentirse cómodx para crear cosas. Y la visto de gala, así cuando nos despedimos ella también siente que está empezando de nuevo.