Todo vuelve a florecer
Por estos días se están filmando cuatro películas en mi ciudad, después de más de un año de no rodarse ninguna. En tres de ellas, en algún momento, pensé que iba a trabajar. Porque con todxs esxs directorxs había trabajado antes. Finalmente eso no sucedió, pero volvieron a mi isla dos amores: los archivos y las entrevistas. Me puse a pensar que hace seis años —sí, esa montaña de tiempo— que no editaba una serie documental. Ese formato fue el de todos mis primeros trabajos profesionales. Recuerdo jornadas hermosas en una productora que no era la mía, adonde llegaba temprano después de haber cruzado la ciudad entera en dos colectivos. Preparaba mi mate y me sentaba a mirar entrevistas, como quien sale a visitar gente. Ahora, cuando miro el material que estoy editando, siento que me convierto en una persona que escucha. Editar es saber escuchar. Estar trabajando así, de nuevo en jornada completa y llevando el trabajo a rienda corta, me hizo recordar aquellas épocas.
Unas noches atrás me encontré con una publicación vieja de alguien que fue mi amigo. En la foto decía que me extrañaba porque me había ido a esa otra productora. Pienso que ahora nadie me extraña porque mi trabajo se volvió solitario y autónomo. Mientras, sigo soñando con redes y equipos. Unos días antes de la pandemia, había hablado con una mujer inquieta y hermosa para que fuera mi asistente. Pero vino todo esto y estuve sin trabajar por mucho tiempo. Luego salieron algunas cosas pero no pude elegir a mi asistente —y cuánto lo hubiera deseado—. Entonces sigo acá, rodeada de todos mis monitores y de Talita que se queda durmiendo cerca.
Pienso que es increíble cómo trabajar es lo que pone en marcha el deseo dormido de seguir haciendo cosas. Como que la quietud no llama al movimiento, sino a más quietud. Lo he podido comprobar en estos últimos meses. Me acuerdo de mí misma en aquella isla prestada, lindante a las vías del tren de las sierras, donde la mesa vibraba un poco cada vez que pasaba semejante máquina. El tiempo es un túnel extraño. Y qué plena me sentí en aquel momento, con mi pequeño equipo de asistente y director, con mi contrato en blanco y mi ingreso fijo por algunos meses. La vida era dichosa y yo sentía que todo se abría como esas flores de adelante de las casas, las que estaban en las cuadras que tenía que caminar desde la avenida del colectivo hasta la productora, justo en ese paso del invierno a la primavera. Entonces trato de identificar esa sensación, la de la vida abriéndose, la de mi director de entonces sacándome una foto sonriente en medio de las vías. ¿Será que era muy joven? Y pienso en eso que la montajista Dominique Auvray llamaba los campos de trabajo. En su relato de que un día entendió que «había labrado su campo» y que entonces fue cuando conoció a Pedro Costa. Y me pregunto cómo se hace para saber que nuestro campo ya ha sido labrado, cómo se convoca la aparición de una persona que nos abra otra dimensión de lo que hacemos. O cuándo nos damos cuenta de que sería oportuno que eso suceda.
Pero mientras me hago esas preguntas, recuerdo a todos los archivos que me esperan en el disco. Y digo: ellos deben haber sido algo que me encomendaron en algún momento, porque vuelven y vuelven a mis manos y no me desenamoro nunca. Y encima ahora tengo la suerte de estar editando a personas que trabajan todos los días con ellos, que los aman y los cuidan y los tratan de entender. Este va a ser, sin dudas, mi mayor canto de amor a los archivos fílmicos y fotográficos. Entonces no quiero quejarme, porque se ve que los espacios se están reconfigurando. Y quizás esto de la virtualidad deriva en más montajes a distancia y al final el vínculo con el lugar donde vivo se convierte en otra cosa. Ya no viajo varias horas del día para llegar a una isla, ya no me siento al lado de mi director y me río con los chistes que hace todo el tiempo. Pero igual algo se está moviendo.
Hace unos días le regalé La primera mirada a mi mamá. En la dedicatoria le agradecía por todas las islas que me mudó a bordo de su auto. Entonces dibujo ese puente, como si fuera la línea de puntos que va de un detonante a un clímax: desde el año de las islas mudadas hasta el libro en el que mis palabras aparecen junto a la de muchas mujeres montajistas que admiro.
Es cierto que realmente debería sentirme agradecida.