¿A quién ofrezco este sentimiento triste de tan sutil?

La escena empieza así: estamos editando en una de las últimas jornadas de Las ausencias. Es el momento de afinar detalles. Hacer las cosas bien lleva tiempo. Yo estoy sentada frente a mis dos monitores de imagen. Juanjo, a mi derecha, observa lo que hago en la pantalla. Guarda un entusiasmo que me encanta. Se entretiene, lo pasa bien, nunca se aburre ni se cansa de ver un montón de veces lo mismo. Ojalá todos los directores fueran así.

A veces le explico en qué ando, otras me quedo en silencio un largo rato, abstraída por una pequeña tarea como el ajuste de un corte, «ese suspiro que va de una toma a otra». En la mesa redonda de mis directorxs hay un ramito que él trajo esa mañana, al igual que todas las jornadas en las que me pasaba a buscar por mi casa de calle Liniers, recolectando flores en el camino.

Hace rato que estoy con un ajuste. Me quedé obsesionada, demorando. Juanjo me observa en silencio hasta que pregunta: «¿Qué te pasa ahí?». Le digo que no encuentro el punto de corte, pero creo que acabo de lograrlo. Entonces, le doy play a la línea de tiempo y miramos juntes el monitor. «Qué hermoso», dice. Me doy cuenta de que ese breve intercambio de palabras condensa una suma de momentos que hemos compartido por varias semanas en el transcurso de seis meses, signado por esa especie de maravillamiento de él frente a las cosas más naturales y pequeñas que tiene el proceso de montaje.

Juanjo me demostró que su capacidad de trabajo era infinita y que yo, con la mitad de su edad, a veces tengo mucha menos energía. Llegaba a su casa, seguía mirando cosas, eligiendo fragmentos, escribiendo textos, buscando fotos y recortes. Creo que lo pude ver encendido, como esos directores que desean tanto hacer su película, que resulta conmovedor. Su alegría cotidiana y su celebración de cada decisión tomada, me tomaron por sorpresa. Estoy acostumbrada a cierta prudencia, a desconfiar de que cuando creemos que estamos avanzando no siempre es tan cierto. Pero él me contagió esa alegría de los pequeños avances y de festejar cada uno a su tiempo. Con una consciencia más entera del presente, de que hacer una película es difícil pero posible.

Varias veces mencionó que era la primera vez que se sentaba en una isla digital. En su época —como le gusta decir— usaban la moviola y la empalmadora súper 8. Cortar un plano era otra cosa. Ahora hacer un corte es ágil: se puede revisar inmediatamente o deshacer, se puede invertir la velocidad con un clic. Todo esto resulta alucinante para esos ojitos de 74 años y él me transmite la fascinación que le provoca.

La idea de Juanjo es contar algunos hechos que lo marcaron, tanto en su propia vida como en la historia de nuestro país. Las ausencias es para él un viaje interior y exterior, en el que nunca dejamos de andar. «Pocas veces se hacen películas donde se muestra el interior tal cual es», dice.

Hay cosas que nos dañan y otras que nos hacen abrir puertas y ventanas. Algunas son anécdotas y otras lo plantaron en la vida. Él no quiere que hagamos un melodrama con su historia, quiere estar lejos de eso y cerca de la interioridad. Tampoco quiere hacer catarsis ni meter todo en la película con fórceps. Quiere que el espectador «mueva sus neuronas».

En la sala de montaje hablamos mucho sobre su historia y sobre la nuestra. Nos conocemos hace casi veinte años. Hemos vivido diferentes etapas en nuestra amistad, pero lo que pudimos compartir los últimos meses lo siento como una especie de culminación. Un encuentro que nos hizo conocernos más, charlar a fondo, desnudarnos sensiblemente. Juanjo fue una de las primeras personas que nos enseñó que las zonas sensibles deben ser educadas, que trató de transmitirnos las enseñanzas de su maestro Juan Carlos Arch, aquel que hablaba de que «hay que romperse los ojos viendo cine». A una de las primeras cosas que recuerdo la volvió a repetir durante nuestras jornadas. Arch sostenía que todo cineasta debía haber respondido a dos preguntas esenciales antes de prender una cámara: quién soy y qué quiero. Si no lo tenía resuelto, aquella duda se transmitía a los fotogramas que filmaba. 

Cerca del corte final, Juanjo me dijo que las que se habían entendido eran nuestras sensibilidades. Que de otro modo no hubiéramos podido editar la película. «¿Qué hubiera hecho yo con alguien que no me conociera?», se preguntaba ante el supuesto escenario de editar con otra persona. Y yo, que a veces creo que ya me respondí a mí misma algunas preguntas, entiendo que tiene razón. Que quizá la condición para que exista Las ausencias no era solo querer acompañarlo en su película póstuma, como le gusta repetir en broma. La condición era conocerlo y haber aprendido a quererlo como es. Felizmente, fui bien recompensada, porque en nuestras conversaciones hice un curso intensivo de filosofía juanjiana, algo que no me sucedía desde que dejamos de vernos en las funciones quimeras. 

Los años 70 en Santa Fe fueron lo más lindo que le tocó vivir.  La juventud, el descubrimiento de la sexualidad, el amor, la idea de revolución, el trabajo. Esa década es el corazón simbólico y material de Las ausencias. El viaje es entre las películas que lo formaron y las que después hizo él. En esa época, buscándose a sí mismo, se perdió en las aguas del cine. Fue el momento en el que eligió la militancia a través del cineclubismo, dando inicio unos años después a La Quimera apenas arribó a Córdoba a principios de los 80. Un cineclub del que formo parte hace quince años. Mi verdadera escuela, se podría decir.

Juanjo siempre filmó su paisaje afectivo, su hábitat, su geografía. Por eso cuando decidió capturar el presente en súper 8, no dudó en retratar la luz que lo enamoró de la casa donde vive hace más de 30 años. Y en volver a San Gregorio, su pueblo natal, para filmar la casa de su madre con la perrita Petulia y el jardín florecido.

Un día, después de un visionado del armado entero, me dijo: «Tengo una conmoción interior. Pero me siento liviano, como flotando». A esa altura, ya estábamos en plena ruta de la película y habíamos ido despejando nubes. 

El día del corte final, que fue la semana pasada, Juanjo me escribió un mensaje por la noche agradeciéndome por todo este tiempo de trabajo. Terminaba citando a un personaje de Ulises: «Pensé, por tu acento, que eras de buena cepa». Le pregunté cuándo habría escuchado mi acento, siendo que hacía tanto tiempo que nos conocíamos. «Uno escucha los acentos de las personas en el devenir del cotidiano», me respondió. Le gusta mucho usar esa última palabra. También citar la de otres y preguntarse cosas que después afirma, en una figura retórica que creo que usa para recordar a su querido Juanele.

Cuando llegó a vivir a Córdoba, tuvo un accidente de moto en el que podría haber perdido la vida. Pero se salvó. Un día, hablábamos de ese acontecimiento mientras íbamos caminando a buscar nuestro almuerzo. «Mirá si no nos hubiéramos conocido», dijo. Me quedé pensando en eso. En lo misterioso del encuentro con otras personas, cuando pasan tantas que al final no se quedan. En las que alguna vez llamaremos maestras, referentes o simplemente amigas. Las que nos transmitieron una forma de mirar y amar a las películas. Al final, lo que deseamos es que alguien crea en nosotres, que piense que sí vamos a poder. No es poco, ¿no? 

«Hay afectos que perduran y otros que son del momento». Gracias por esta película y estos días de montaje, Juanjo. Te quiero.