Archivoloteando
No es la primera vez que mi trabajo sucede en soledad y en paralelo al del resto de mis compañeros. Mientras ellos filman su Día 1, yo me siento a mirar pantallas luminosas. Pero ahora es especial, porque he viajado 700 kilómetros al sur para adentrarme en el archivo más grande del país.
Hay que tomar el subte B en hora pico, viajar apretujada, bajar en estación Alem, cruzar una avenida de ocho carriles. Llegar a puerta alta de edificio bello y antiguo, saludar a viejita que se alegra al verme entrar. Tiene una lapicera en la mano y va a poder llenar el primer nombre de la planilla de hoy. Lo escribe en cursiva antigua, dibujando la T con un rulito, como hacía mi abuela Elda. Me pide el DNI y me explica que solo puedo ingresar con papel y lapicera, que tome el segundo ascensor al piso uno.
Al llegar a la sala de consulta, no es más que una habitación con mesas largas y computadoras encendidas. Cada una tiene un auricular barato colgadito en la esquina del monitor. Y eso es todo. Desde el fondo viene una señora que me explica el mecanismo de búsqueda, dónde escribir la palabra clave, cómo reproducir los videos.
Tipeo lo primero de mi larga lista. Son términos genéricos como «revolución cubana» o «segunda guerra mundial». No aparece casi nada. Continúo con los nombres propios de personajes relevantes de la época en que suceden los capítulos. Claro, estamos hablando de Córdoba. No, no aparece nadie. Sin resultados.
Admito mi decepción inicial, redirecciono la búsqueda y empiezo a entender que la cosa está en no ir directo a lo que necesito, sino más bien en rodearlo como un satélite. Van apareciendo las primeras cosas que me interesan. Está lleno de noticieros de variedades, sobre todo de 1920 y 1930, y me conmueve un poco ver personitas reales de entonces, sus sombreros, sus tapados de piel y las boquillas para fumar. Solas, sin sonido siquiera, van construyendo con claridad la pertenencia a cada clase social. El poder y la clase obrera. La burguesía y el pueblo trabajador. En el tiempo libre también se observa la diferencia. Aparecen unas imágenes hermosas del zoológico de Córdoba a principios de siglo, la gente pasea un fin de semana, hay elefantes y tigres, algún camarógrafo los filmó en sus jaulas. Luego un tren recorre casi todo el país, llegamos a Córdoba desde los ojos de Buenos Aires, las vías atraviesan las sierras y llegan a mi ciudad cien años atrás.
La libertad de visionar así el material se va haciendo encantadora. Por momentos la idea del archivo ilustrativo me vuelve como un deber incumplido, pero entiendo que debo confiar en la amplitud. En este premontaje imaginario, donde seleccionar las imágenes lleva quizá tanto tiempo como editar, solo que aquí las herramientas de corte no son las cuchillas del Premiere, sino unos numeritos escritos en forma de código de tiempo.
Me duele, sí, no haber encontrado un concierto de Osvaldo Pugliese o alguna imagen que remita a la organización anarquista. Pero, al otro día, el azar está de mi lado y aparecen no solo la actuación de la orquesta de tango, sino también un muñecote de Alfredo Palacios, un sello cinematográfico que se llama Gallo y una asamblea del Partido Socialista a principios de siglo, donde se observa que la mujer no tenía participación política y que los señores fumaban como chimeneas mientras discutían sus ideas. Ya encontré trenes, banderitas flameando hacia la izquierda, actores que hacen de inmigrantes llegando a tierras argentinas y gente en el puerto que agita pañuelos blancos.
No sé si es el corazón de los archivos, pero sí una ventana a otro tiempo. Podría pasar largas temporadas mirando y rasgando estos materiales, pero mis días son escasos y debo ser concisa. Finalmente he llenado diez planillas y seleccionado 65 minutos puros, número del que me entero gracias a sumas de segundos y divisiones sobre sesenta.
Siento que soy afortunada de estar allí, habitando ese edificio hermosísimo lleno de espejos y escaleras de mármol, de poder elegir mi futuro material de trabajo. Pienso cuántos proyectos y productoras nos permitirán ese lugar a las editoras. Finalmente dejo el pedido de material junto al disco rígido y regreso a mi ciudad, como quien encarga un vestido hecho a medida, se lo prueba y espera a que la modista termine los últimos detalles.