Vinos, amantes y batallas

Un día, gracias a calendarios acomodados a mi favor y un poco de destino, llegó a mis manos el corte final de una película llamada La cuyanía. Filmada en San Juan, dirigida por una sanjuanina. Se trataba de su versión para telefilm, y se me daba la misión de convertirla en un largometraje. Lo curioso es que lo que definía el límite entre uno y otro eran solo 12 minutos de diferencia. No era cómo se concebían las imágenes o los tiempos, sino el metraje final. Lo otro que es curioso, es que yo no participé en nada de la edición de ese telefilm. Así fue como entré en escena a destiempo.

UNO

Primero miré esa versión acabada en sus 48 minutos de duración. La única pista que tenía para conocer a los personajes era lo que se veía, ya que aún no había tenido acceso al material bruto. Debí aprender a entender quién era quién y dónde sucedía cada cosa. Tomé notas, identifiqué puntos a los que volver, anoté preguntas para la directora. Eran algo así: el profesor de guitarra que enseña al niño con lentes, ¿es uno de nuestros personajes o no lo volveremos a ver?, ¿quién es ese señor de remera verde que sube las escaleras del Centro Cívico?

Era necesario llamar a las cosas por su nombre. Una vez recibidas las respuestas, emprendí ese trabajo de disección en papelitos y colores que se llama estructura. Pensé ideas, dónde comenzar a trabajar. Flor quería que editara tres o cuatro escenas nuevas, las anoté con atención, como quien hace bien la tarea.

Era consciente de que hay que aprovechar esa mirada fresca mientras todavía existe, modelar estructuras como si tuviéramos un hacha en la mano y no supiéramos (en ese momento es mejor no saber) que la directora y su editor originario estuvieron más de un año trabajando en ella, probando y sacando, hasta que llegaron a lo que vi y que primero ataqué en el timeline con una artillería de etiquetas de colores y estrategias de todo tipo para establecer mi orden allí dentro, llevando adelante un trabajo de ingeniería para modificar esa estructura perfectamente ensamblada del corte terminado.

Primer punto que identifiqué: los personajes de las viejitas eran hermosas, pero no se entendía ni quiénes eran ni de qué hablaban. A veces cantaban a cappella y recordaban melodías cuyanas, y ahí daban ganas de que cantaran siempre. Flor me cuenta que se trataba de Viviana Castro, conocida como la Calandria Sanjuanina, y su pareja Nidia. O sea que no solo eran mujeres en medio de ese mundo lleno de hombres, sino que además eran pareja y seguían juntas. Fantástico. Había que buscar construir todo eso.

DOS

Otra pregunta que me suelo hacer es si podría editar un proyecto con el que no sintiera ningún tipo de identificación. La respuesta, sin dudas, es que no. Por eso a veces hago grandes esfuerzos para encontrar desde qué lugar acercarme a esos universos que propone cada película, en principio, anchos y ajenos. En este caso me remití a mi adolescencia, cuando Eli me hizo conocer Radio Nacional y empecé a escuchar folklore. Yo percibía una dulzura especial en las tonadas, eso del punteo de la guitarra, como gotitas.

Luego resultó que en la película casi todos los personajes eran hombres, pero también eran amantes del vino: le dedicaban canciones, se lo ofrendaban entre ellos al terminar de tocarlas, se entregaban por completo a él. Yo amo el vino también. Era la tercera en cuestión, pero con esos personajes teníamos un amante en común.

TRES

Días después de haber visto brutos, haber editado escenas nuevas y conocido al Nene, Bence, Ernestito, Abelino, al Escopeta y a los lindos Cuyunches, creció en mí el afecto hacia esas imágenes, esos personajes y ese mundo que habitaban. Un universo constituido por la tonada, las serenatas, los cogollos, las peñas, el desierto, el viento zonda. Los Andes, allí cerca.

Siempre creo tener una razón para tomar las decisiones que tomo cuando presento una propuesta, pero a veces me encuentro poniendo palabras y justificativos en voz alta. Escuchándome, me pregunto cuánto de cierto hay en eso que digo y si tiene sentido seguir buscando cómo argumentar mi postura. Cuál es esa fina línea donde termina el criterio y comienza el gusto.

Para esto último realmente no tengo respuesta. Por eso cuando llegan a mi isla el director o la directora, me siento firme en mi silla naranja y doy play a la secuencia. Mientras vemos eso que ya conozco bien (pero para ellos es nuevo), acaricio despacito mi capa y mi espada. Me aseguro de que siguen ahí, de que voy a poder defenderme, porque la posibilidad de la guerra está cerca. Ellos comienzan a hablar. Entiendo que no estamos de acuerdo, pero escucho callada, me sereno antes de abrir la boca y trato de entender qué batallas vale la pena librar hoy.